La Sombra de Athelburg: El Laberinto de los Fundadores

Epílogo

Con la verdad del asesinato de Julián Vargas y el centenario encubrimiento expuestos, el ajetreo en la Universidad de Athelburg había cambiado de naturaleza. Ya no era la frenética búsqueda de un saboteador, ni la gestión de un fraude contemporáneo. Era una introspección, dolorosa pero necesaria. Los libros de historia de la universidad serían reescritos, con el nombre de Julián Vargas y su trágica historia ocupando un lugar prominente, no solo como víctima, sino como el catalizador de una nueva era de honestidad institucional.

La Beca "Julián Vargas" de Arquitectura se estableció con el aporte de la familia Aldunate y otros benefactores, convirtiéndose rápidamente en una de las más prestigiosas. Era un recordatorio tangible de que, incluso de la oscuridad más profunda, podía surgir una luz. El "Salón de los Antiguos" se reabrió, no solo como biblioteca, sino como un monumento a la memoria, con una placa discreta que honraba a Vargas y recordaba el peso de la verdad.

Para el Detective Javier Solís, el caso del "Laberinto de los Fundadores" había sido diferente. No hubo persecuciones a contrarreloj ni confrontaciones físicas. Fue una cacería intelectual, una excavación de secretos a través del tiempo. Se había sentido menos como un policía y más como un arqueólogo de la justicia. Sentado en su oficina, contemplando los informes finales del caso, Solís sentía una satisfacción particular. Haber dado voz a un fantasma olvidado por un siglo era una forma de justicia única.

Laura Guzmán, a su lado, cerró el último archivo digital del caso. "Un crimen de pasiones antiguas y el miedo a la deshonra. Curioso cómo las motivaciones humanas no cambian mucho con el tiempo, ¿verdad, Jefe?"

Solís asintió. "No. La avaricia, el orgullo, la envidia... son hilos que conectan todas las sombras, sin importar la época. Athelburg es un microcosmos perfecto de eso." Su mente se detuvo en la universidad. A pesar de los escándalos, la violencia y los secretos, Athelburg persistía, intentando, al menos, aprender de sus errores. Quizás, pensó, eso era lo que la hacía fascinante.

Unas semanas después, el Rector Herrera lo llamó. No era una emergencia, sino una invitación a la inauguración de una exposición en el museo de la universidad, dedicada a sus fundadores y su historia. Herrera le agradeció en persona, con una sinceridad palpable.

"Detective," dijo Herrera, con una sonrisa cansada pero genuina, "creo que, por primera vez, Athelburg está respirando un aire verdaderamente limpio. Las cicatrices están ahí, pero las estamos curando. Y, en gran parte, es gracias a usted y su equipo."

Solís asintió, mirando una antigua vitrina con objetos de la fundación. La universidad estaba en paz, por ahora. Pero Athelburg siempre guardaría secretos. Y la vida, como siempre, tenía sus propias maneras de sacar nuevas sombras a la luz.

Mientras se despedía del Rector, el teléfono de Solís vibró. Era un mensaje de texto. No de Athelburg, esta vez. Era de un número desconocido, una foto de una antigua mansión de la zona alta de Santiago, con la frase: "La verdad no siempre está en los libros. A veces está en las paredes".

Solís guardó el teléfono. La sombra de Athelburg, aunque momentáneamente disipada de la universidad, parecía haberse extendido a otros rincones ocultos de la ciudad, o quizás, un nuevo laberinto lo esperaba en el horizonte. Su trabajo, al parecer, nunca terminaría.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.