La Sombra de Athelburg: El Vigilante

Capítulo 2: Primeras Grietas

La llamada del Capitán Ruiz había sido una condena no oficial: Solís estaba de vuelta en Athelburg. Esa misma mañana, se encontró con Laura Guzmán en el cuartel de la PDI, discutiendo los detalles iniciales del caso. Laura, siempre eficiente, ya había recopilado los informes preliminares de la universidad.

"El Rector Herrera ha intentado mantener esto bajo la mesa," explicó Laura, señalando una serie de documentos en la pantalla de su tablet. "Los primeros incidentes los reportaron como 'fallas técnicas' o 'problemas de seguridad internos'. Unas semanas atrás, la base de datos de las nuevas becas se corrompió de repente, y hubo que restaurarla desde cero. Luego, una serie de correos electrónicos internos, confidenciales, fueron reenviados masivamente al campus, firmados con un alias anónimo que decía 'La Verdad Vencerá'."

Solís frunció el ceño. "Un mensaje anónimo y un sabotaje. Suena a alguien que no está contento con el nuevo orden."

"Exacto," asintió Laura. "Pero el Rector lo calificó como una 'broma de mal gusto' de algún estudiante descontento. Dijo que la universidad estaba implementando nuevos protocolos de ciberseguridad y que esos problemas eran parte de la 'transición'."

"¿Y la Dra. Sofía Valdés? ¿Cómo encaja en esto?" preguntó Solís, centrándose en la víctima del ataque.

"Ella es la pieza clave," respondió Laura, abriendo otro archivo. "La Dra. Valdés es vocal y muy influyente en la nueva Comisión de Ética. Ha impulsado reformas en los procesos de transparencia y ha sido una crítica abierta de la 'vieja guardia' de la universidad. De hecho, fue ella quien presionó para que se hiciera una auditoría externa de todos los fondos fiduciarios de Athelburg, no solo de las becas."

Solís asintió. "Eso le habría ganado algunos enemigos, además de los obvios del escándalo de la beca."

La universidad, por su parte, había intensificado la seguridad en las entradas y había instalado más cámaras, pero la sensación de vulnerabilidad ya se había extendido. El personal de TI de Athelburg, visiblemente agotado, reportaba pequeños fallos inexplicables en la red, interrupciones esporádicas de las cámaras de seguridad en zonas específicas, y mensajes de error inusuales que aparecían en los sistemas. No eran graves, pero eran constantes, como un goteo molesto que erosionaba la confianza.

Mientras tanto, en los pasillos de las facultades, los susurros se convertían en murmullos. Profesores que habían apoyado las reformas de Herrera empezaron a encontrar pequeños detalles inquietantes: sus despachos desordenados de forma sutil sin que faltara nada, sus calendarios personales borrados, o archivos en sus ordenadores que aparecían duplicados o ligeramente alterados. Nada lo suficientemente grave como para denunciarlo formalmente, pero lo suficiente para generar una creciente paranoia.

Esa misma tarde, Solís y Guzmán se dirigieron a Athelburg. El ambiente en el campus era denso, muy diferente de la primera vez que pisaron sus terrenos como investigadores de homicidios. Ya no era el shock inicial, sino un miedo latente y extendido. La universidad se sentía como una fortaleza bajo asedio invisible.

Mientras caminaban hacia el despacho del Rector Herrera, Solís recibió un mensaje de texto anónimo en su teléfono. Era una imagen de un antiguo reloj de sol en el campus, con una frase superpuesta en una fuente digital y fría: "El tiempo de la verdad se acaba."

Solís guardó el teléfono lentamente. La paranoia ya no era solo de la universidad. El "Vigilante" acababa de declarar su juego directamente con él.




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