En el calor sofocante de La Habana, 1958, una joven llamada Ana Martínez se encontraba en el ojo del huracán. Con 25 años, Ana era una espía entrenada por el Movimiento 26 de Julio, decidida a llevar la lucha de Fidel Castro más allá de las fronteras cubanas. Su misión: viajar a México, un país en ebullición, y encender la chispa de una revolución que sacudiera el continente.
Con un pasaporte falso y un bolso lleno de documentos cifrados, Ana abordó un vuelo hacia Ciudad de México. Al llegar, el ruido de la ciudad la envolvió como un manto. Su contacto, un hombre llamado León, la esperaba en un café de la colonia Roma, con un sombrero de charro y ojos que parecían leer el alma.
—Bienvenida, Compañera Ana —dijo León, entregándole un mapa con círculos rojos—. Aquí están los puntos clave: sindicatos, estudiantes, disidentes. La gente está lista, pero necesitamos un detonante.
Ana se sumergió en la ciudad, su pelo negro escondido bajo un sombrero, su sonrisa un disfraz. Se mezcló con estudiantes en la UNAM, habló con obreros en fábricas clandestinas, repartió panfletos que hablaban de libertad. La noche, escribía códigos en un cuaderno, mensajes para La Habana.
Pero el enemigo no tardó. La policía secreta mexicana, aliada con el régimen de Batista, la seguía. Una noche, mientras Ana repartía propaganda en un barrio pobre, un hombre la agarró del brazo.
—Usted es la cubana, ¿verdad? —susurró.
Ana se liberó de un golpe, corrió por calles oscuras. León la esperaba en un coche viejo, con el motor encendido.
—Vamos, Ana. El plan cambió. Hay un mitin en Tlatelolco mañana. Necesitamos que hables.
Al amanecer, miles de voces coreaban consignas en la plaza. Ana subió al estrado, su voz como un trueno:
—¡Compañeros! La revolución no es solo un sueño, ¡es un fuego! Cuba lo hace, México puede hacerlo. ¡Unamos nuestras manos!
El grito se expandió. La policía cargó, pero Ana desapareció entre la multitud, León a su lado. Esa noche, en un refugio, él le entregó un cigarrillo.
—Lo hiciste, Ana. Ahora es un movimiento.
—Solo es el inicio —dijo ella, sonriendo.
El mensaje llegó a La Habana: La llama está encendida. Pero Ana sabía que el peligro crecía. Con un beso en la mejilla de León, se despidió:
—Sigue. Yo volveré a Cuba. La revolución no espera.
Desapareció en la niebla de México, dejando un ruego: que el viento llevara el fuego.