Ana Martínez regresó a Cuba, el sol de la tarde golpeando las calles de La Habana Vieja como un tambor familiar. Después de semanas en México, encendiendo la chispa de la revolución, ahora quería algo sencillo: ropa vieja, el plato que su abuela hacía los domingos.
Caminó por la calle Obispo, saludando a viejos amigos, hasta llegar al *Barrio de Jesús María*. El aroma a carne desmenuzada y sofrito la guió al restaurante de Doña Lidia, un local de paredes azules y mesas de madera, donde el murmullo de los habaneros se mezclaba con el sizzle de la cocina.
Doña Lidia, con su pañuelo rojo, la abrazó fuerte.
—¡Ana! ¿Qué viento te trae? ¡Entra, mija!
Ana se sentó en una mesa de esquina, pidiendo:
—Ropa vieja, con moros, tostones y un jugo de guayaba, por favor.
Doña Lidia guiñó un ojo.
—Con un toque especial, para la espía más linda.
Mientras esperaba, Ana revisó un periódico clandestino: _¡Hasta la victoria siempre!_ Su mente voló a México, a León, al mitin de Tlatelolco. La puerta sonó, un grupo de jóvenes revolucionarios entró, hablando en susurros. Doña Lidia les lanzó una mirada cómplice.
El plato llegó: carne de res desmenuzada, cocida en tomate, ajo y cebolla, con hebras doradas. Ana cerró los ojos, el primer bocado un viaje al pasado. Su abuela decía: “La ropa vieja es como la lucha: deshilachada, pero con sabor”.
Comió en silencio, el jugo de guava fresco, los tostones crujientes. Doña Lidia se sentó un momento.
—¿Cómo estuvo México, niña?
—Caluroso —sonrió Ana—. Pero la gente arde.
Doña Lidia apretó su mano.
—Aquí también, m’ija. Fidel cuenta contigo.
Ana pagó, dejó un papel con un código debajo del plato. Doña Lidia asintió sin mirar.
—Cuida’té, Ana. La revolución no espera.
Con el sol hundiéndose en el Malecón, Ana salió, el sabor de la ropa vieja aún en su lengua. Un paso más, la sombra de la lucha la siguió.
Al salir Ana vio a un motorizado con un cartel que decía: Ana Martínez. Ana se subió en la parrilla de la moto y empezaron a movilizarse. Al poco tiempo, la moto paró en el parqueadero de un motel.
—Fidel la espera en la habitación cuatro -dijo el motorizado mientras se marchaba.
Ana se dirigió a la habitación cuatro del motel.
—¿Hiciste lo que te mandé? -preguntó Fidel sentado en una cama, en calzoncillos.
—Así es, hice lo indicado.
—Espero que inicie la revolución en México, imagínate una LATAM comunista.
Ana se subió a la cama y empezó a tener sexo con Fidel.
—¿Por qué nunca estás en las batallas? -preguntó Ana.
—Soy la cabeza, un boxeador sabe que debe cuidar su cabeza, para evitar un nocaut.
—¡QUE INTELIGENTE! ¡CREÍA QUE ERAS UN COBARDE!