Si bien ciertos cronistas postulan la paz como el estado natural del mundo, una perspectiva más erudita la considera un mero interludio entre períodos de conflicto significativo. Durante tres milenios, Elysara ha experimentado uno de estos interludios: un equilibrio de poder forjado a través de la ambición y mantenido por la disuasión mutua. Dicha era ha sido dominada por las Nueve Grandes Casas, cuyos linajes nobles descienden directamente de las deidades que, según los anales, una vez habitaron el plano mortal. Desde sus respectivos dominios, caracterizados por la piedra, el fuego, el agua y el viento, estas casas han participado en una compleja lucha por la hegemonía a escala continental, utilizando la diplomacia como principal instrumento y los conflictos fronterizos como extensiones puntuales de su política. Durante este prolongado período, han alcanzado un notable grado de prosperidad y han erigido maravillas arquitectónicas, lo que ha contribuido a un olvido colectivo tanto del costo de su poder como de las amenazas primordiales que antaño asolaron el mundo.
En una era remota, conocida como la Era Divina, los Nueve Dioses Primordiales dieron forma a este mundo y a sus habitantes. De su esencia divina emanaron las Grandes Casas, cada una imbuida con una fracción de su poder. Para sus descendientes mortales, estas deidades forjaron nueve armas legendarias, artefactos de un poder inconmensurable que representaban simultáneamente un derecho de nacimiento y una carga onerosa, constituyendo el símbolo de su herencia y la clave de su soberanía. Sin embargo, las deidades, al igual que todos los grandes fenómenos, finalmente se retiraron, dejando el mundo a merced de sus sucesores. Este suceso marcó el inicio de la Era de las Casas y de la prolongada paz.
En la actualidad, los artefactos divinos permanecen en sus bóvedas, y sus portadores, los campeones de cada casa, fungen más como símbolos de prestigio que como una necesidad marcial. Las antiguas profecías que advierten sobre una inminente oscuridad han sido relegadas al ámbito del folclore, y el propósito original de unidad se ha visto erosionado por el orgullo derivado de la herencia. Las casas se observan mutuamente no como aliadas en un pacto sagrado, sino como rivales en una competencia perpetua por la supremacía.
No obstante, una paz de tan larga duración tiende a generar un estado de complacencia arrogante, y dicha arrogancia a menudo precede a la ceguera estratégica. Es incapaz de percibir las fisuras estructurales que se forman en los cimientos del orden mundial; no advierte el ominoso silencio que ha suplantado a la certidumbre de antaño, ni presiente la inminente fractura en el tejido de la realidad. Dicha fractura está destinada a consumir a dos de sus más ilustres campeones y a situar al mundo al borde de una crisis sin precedentes. El interludio se aproxima a su fin; un catalizador para un cambio profundo es inminente.