La Sombra de los Caidos

CAPITULO 3

Ciudadela del Cielo, Aetheria

En los márgenes de la Ciudadela del Cielo, donde las torres flotantes proyectaban sombras sobre los talleres de aerotela, Elara caminaba con pasos firmes, ignorando las miradas despectivas de los nobles. Como bastarda de Aetheria, su talento con los orbes lumínicos era innegable, pero su origen la relegaba a las periferias del poder. Su capa, una versión más burda de la aerotela noble, ondeaba al ritmo de las turbinas eólicas, y sus ojos verdes brillaban con una mezcla de desafío y cautela. Los rumores de la desaparición de Valerius y Cassia habían encendido la Ciudadela, pero para Elara, eran un eco de su propia exclusión: nadie confiaba en una bastarda para resolver los secretos de la Cresta de los Ecos.

Una convocación de Corvus, líder de Aetheria, la llevó al Salón de los Vientos. La sala, iluminada por cristales que refractaban la luz del cielo, vibraba con el zumbido de las turbinas. Corvus, erguido en su trono, la observó con una mirada que mezclaba cálculo y desdén. “Elara,” dijo, su voz cortante como el viento, “Aetheria necesita apaciguar a Chronos. Su desconfianza crece, y no podemos permitir una guerra abierta. Tú, con tu… perspectiva única, serás nuestra embajadora.”

Elara tensó la mandíbula, consciente de que “perspectiva única” era un eufemismo para su origen bastardo. “¿Por qué yo, señor?” preguntó, su tono firme pero respetuoso. Corvus sonrió, un gesto sin calor. “Porque eres prescindible, pero astuta. Convence a Janus de nuestra inocencia, o descubre si Chronos oculta algo sobre la desaparición.” El encargo era una prueba, y Elara lo sabía: un movimiento político disfrazado de diplomacia, donde su éxito o fracaso determinaría su lugar en Aetheria.

Elara se retiró a los talleres de la Ciudadela del Cielo, donde el zumbido de las turbinas eólicas resonaba entre estantes de orbes lumínicos y rollos de aerotela. Sola, bajo la luz tenue de un cristal aéreo, ajustó su comunicador lumínico, su mente vagando hacia Valerius, su mentor. Él, el campeón de Aetheria, había visto más allá de su origen bastardo, enseñándole a dominar las corrientes aéreas y a forjar orbes con precisión. “El viento no juzga,” le había dicho una vez, su voz grave resonando en su memoria. Ahora, perdido en la Cresta de los Ecos, su ausencia era un vacío que Elara sentía como una deuda personal.

La misión de Corvus pesaba en su pecho. Ser embajadora para apaciguar a Chronos era un honor, pero Elara sabía la verdad: era prescindible, un peón en el tablero político de Aetheria. Su lealtad a Valerius, no a Corvus, la impulsó a aceptar. “Si él está vivo, lo encontraré,” murmuró, revisando un mapa aéreo del Valle del Eco Eterno, hogar de la Gran Cronoteca. Chronos, con sus engranajes y secretos temporales, era un terreno hostil para una bastarda de Aetheria, pero la determinación ardía en sus ojos verdes.

Elara guardó un orbe lumínico en su capa, calibrado para resistir las distorsiones de la Cresta, y ajustó su cinturón con herramientas de navegación. El viaje al Valle sería peligroso, pero no más que la marginación que había enfrentado toda su vida. Con un último vistazo a las torres flotantes de la Ciudadela, se preparó para partir, decidida a honrar a Valerius y descubrir la verdad, aunque el cielo y el tiempo conspiraran en su contra.

En una cámara privada de la Ciudadela del Cielo, lejos del zumbido de las turbinas eólicas y los ojos de los nobles, Corvus se reunió con Lord Sylas, su consejero más leal y astuto. La sala, iluminada por un único orbe lumínico que proyectaba sombras danzantes sobre paredes de cristal, vibraba con un silencio pesado. Corvus, con su capa azul celeste drapeada sobre un asiento de acero pulido, tamborileó los dedos, su mirada fija en el horizonte donde las nubes se arremolinaban como un presagio. “La desaparición de Valerius no es un accidente,” dijo, su voz baja, casi un murmullo, cargada de un peso que Sylas reconoció al instante.

Sylas, con su túnica bordada con hilos de aerotela, inclinó la cabeza. “¿Sospechas de Chronos, señor? ¿O de algo más?” Corvus esbozó una sonrisa fría, sus ojos brillando con un cálculo que trascendía la política. “Hay textos antiguos, Sylas, que hablan de la profecía de los Eilodon,” continuó, su tono deliberado, como si midiera cada palabra. “Dicen que los campeones de las Casas están ligados a un destino mayor, uno que podría rehacer o destruir Elysara. La pérdida de Valerius, y con él la Espada de los Vientos Eternos, podría ser el primer eco de ese destino.”

Sylas frunció el ceño, inquieto por la mención de la profecía, pero no cuestionó a su líder. “¿Y Elara?” preguntó. Corvus se levantó, mirando hacia el cielo. “Ella es nuestra herramienta, enviada a Chronos para apaciguar o desenmascarar. Si la profecía es cierta, su papel será mayor de lo que imagina… o prescindible.” El orbe lumínico parpadeó, como si el viento mismo conspirara con los secretos de Corvus, mientras la cámara se sumía en un silencio que auguraba tormentas venideras.

Cielos de Elysara, Territorio Neutral

Elara se aferró al timón de la Furia del Cielo, una nave esbelta de acero y aerotela que vibraba con el zumbido de sus orbes lumínicos. Acompañada por un séquito de tres navegantes—dos pilotos y un ingeniero, todos de bajo rango y con órdenes estrictas de Corvus de no intervenir en su misión—, Elara surcó los cielos de Elysara, dejando atrás las torres flotantes de la Ciudadela del Cielo. Su capa de aerotela ondeaba, y sus ojos verdes escudriñaban el horizonte, donde el paisaje aéreo desplegaba su majestuosidad. Nubes algodonosas se arremolinaban como ríos etéreos, partidas por corrientes que danzaban en espirales visibles, iluminadas por destellos de luz solar reflejada en cristales flotantes.

Al fondo, las Montañas del Velo Roto se alzaban como titanes fracturados, sus picos envueltos en velos de niebla que parecían despedazar el cielo mismo. Los riscos, tallados por siglos de vientos feroces, brillaban con vetas de mineral que capturaban la luz en tonos plateados y azules. Entre las nubes, Elara divisó ruinas flotantes, fragmentos de una civilización antigua suspendidos por corrientes anómalas, sus contornos borrosos como recuerdos desvanecidos. El aire, cargado de un frío cortante, llevaba ecos de tormentas lejanas, un recordatorio de la Cresta de los Ecos donde Valerius, su mentor, había desaparecido.



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En el texto hay: fantasia épica, mundo construido, heroina resiliente

Editado: 11.10.2025

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