Frontera del Valle del Eco Eterno, Chronos
Elara se adentró en el mercado de la frontera del Valle del Eco Eterno, un torbellino de caos multicultural donde las Casas de Elysara chocaban en un mosaico de colores, aromas y gritos. Puestos de madera y aerotela se amontonaban bajo el resplandor de orbes lumínicos y cristales temporales, mientras comerciantes de Aetheria ofrecían telas que flotaban como nubes, y acólitos de Chronos vendían relojes de pulso que marcaban segundos con precisión obsesiva. Emisarios de Ignis, con brazaletes de ignicero humeando, negociaban con mercaderes de Noctua, sus capas oscuras ondeando como sombras vivas. El aire olía a especias quemadas, metal fundido y cuero viejo, mientras el zumbido lejano de los engranajes de la Gran Cronoteca se mezclaba con el bullicio de lenguas entremezcladas.
“Busco rumores de la Cresta de los Ecos,” dijo Elara a un vendedor de Aetheria, un hombre de barba trenzada que ajustaba un orbe lumínico defectuoso. Su capa de aerotela ocultaba su identidad, pero su acento la delataba. “¿Qué sabes de los campeones desaparecidos?”
El vendedor la miró con desconfianza, sus dedos deteniéndose. “La Cresta se traga a todos,” gruñó. “Valerius y Cassia no son los primeros. Mantente lejos, o acabarás igual.”
Elara frunció el ceño, recordando el mensaje anónimo: Busca aliados fuera de las Casas. Un mercader de Noctua, cercano, interrumpió, ofreciendo un amuleto de obsidiana. “¿Quieres protección contra los vientos traicioneros?” dijo, su voz melosa. “En la Cresta, ni Chronos ni Aetheria mandan.” Elara declinó, pero sus palabras resonaron. El mercado, un crisol de lealtades divididas, era el lugar perfecto para encontrar pistas, pero también un nido de rumores y engaños. Mientras esquivaba a un niño de Ignis que corría con un lingote candente, Elara sintió que la verdad estaba enterrada en este caos, esperando ser desenterrada.
El mercado en la frontera del Valle del Eco Eterno hervía con el caos de las Casas: gritos de mercaderes de Aetheria, el chisporroteo de brazaletes de ignicero de Ignis, y el susurro de capas de Noctua entremezclándose con el zumbido lejano de los engranajes de la Gran Cronoteca. Elara, con su capa de aerotela cubriendo su rostro, se movía entre los puestos, esquivando a un acólito de Chronos que ajustaba un reloj de pulso. Su mente seguía el eco del mensaje anónimo: Busca aliados fuera de las Casas. Mientras examinaba un puesto de amuletos de obsidiana, una figura encapuchada se acercó, su capa oscura marcada con un bordado sutil de Umbra, la Casa de las sombras.
“No eres bienvenida aquí, bastarda,” susurró la figura, su voz baja pero clara, deteniéndose a su lado. “Pero sé quién eres, Elara. Y sé lo que buscas en la Cresta de los Ecos.”
Elara giró, su mano instintivamente sobre el orbe lumínico en su cinturón. “¿Quién eres?” preguntó, su tono firme pero cauto, escudriñando los ojos grises que brillaban bajo la capucha.
“Riven, desertor de Umbra,” respondió, bajando la capucha lo suficiente para revelar un rostro curtido, con una cicatriz cruzando su mejilla. “Como tú, soy un marginado. Las Casas mienten sobre Valerius y Cassia. Puedo ayudarte a encontrar la verdad, pero no aquí.”
Elara frunció el ceño, la advertencia de Vesper resonando: No confíes en nadie. “¿Por qué debería creerte?” replicó. “Umbra no es conocida por su generosidad.”
Riven esbozó una sonrisa amarga. “Porque las Casas me quieren muerto, igual que te desprecian a ti. La Cresta guarda secretos que ni Chronos ni Aetheria quieren que sepas.” Hizo una pausa, mirando a un emisario de Ignis cercano. “Reúnete conmigo al anochecer, en las ruinas al borde del Valle. Ven sola.” Antes de que Elara pudiera responder, Riven se desvaneció entre la multitud, dejando solo el eco de su oferta y el peso de su propia desconfianza.
El crepúsculo bañaba las ruinas al borde del Valle del Eco Eterno, donde los restos de torres antiguas, erosionadas por el tiempo, se alzaban como espectros bajo la luz mortecina de los cristales temporales. Elara, con su capa de aerotela cubriendo su rostro, avanzó entre los escombros, su orbe lumínico pulsando débilmente en su cinturón. La advertencia de Vesper—“No confíes en nadie”—y el mensaje anónimo resonaban en su mente, haciendo que dudara de cada sombra. Riven podría ser una trampa, pensó, pero la necesidad de respuestas la llevó a aceptar la reunión. El zumbido lejano de los engranajes de la Gran Cronoteca marcaba el ritmo de su inquietud.
Una figura encapuchada emergió entre las ruinas. “Sabía que vendrías, bastarda,” dijo Riven, su voz baja pero firme, bajando la capucha para revelar su rostro curtido y la cicatriz en su mejilla. “Somos iguales, Elara. Marginados que buscan la verdad.”
Elara cruzó los brazos, su mirada escrutadora. “Dijiste que me ayudarías,” respondió, su tono cauto. “¿Por qué un desertor de Umbra arriesgaría tanto? Habla claro, o me voy.”
Riven esbozó una sonrisa tensa. “Umbra manipula a Chronos y Aetheria,” reveló, su voz casi un susurro. “La desaparición de Valerius y Cassia en la Cresta de los Ecos es su excusa. Quieren que las Casas se culpen entre sí, mientras Umbra mueve los hilos para controlar la Cresta.”
“¿Controlar la Cresta?” Elara frunció el ceño, su mano apretando el orbe. “¿Qué hay allí que Umbra quiere? ¿Y cómo sabes esto?”
“Fui uno de ellos,” admitió Riven, sus ojos grises endureciéndose. “Hasta que vi sus planes. La Cresta no es solo un lugar; es una llave. Pero no confíes en mí ciegamente. Busca pruebas en las ruinas de Noctua. Allí encontrarás lo que Umbra esconde.” Hizo una pausa, mirando hacia el mercado lejano. “Cuidado, Elara. Las sombras escuchan.” Antes de que ella pudiera responder, Riven se desvaneció entre los escombros, dejando a Elara con un nuevo rumbo y un peso de desconfianza.