La Sombra de los Caidos

CAPITULO 11

Valle de Noctua, Territorio Neutral

El Valle de Noctua, antaño un refugio de praderas verdes y torres de piedra antigua, yacía como un cadáver calcinado, sus campos cubiertos de cenizas y sus templos reducidos a escombros humeantes. La Gran Biblioteca, los santuarios, las aldeas: todo había sucumbido al fuego de Ignis, los rayos lumínicos de Aetheria, las flechas temporales de Chronos, y las barricadas de Terra. Lian, el único superviviente conocido de Noctua, cojeaba entre las ruinas, su túnica gris rasgada y manchada de sangre, una herida profunda en su pierna palpitando con cada paso. En sus manos, aferraba un cuerno grabado, un artefacto sagrado de Noctua rescatado del Templo de los Susurros, sus intrincados glifos brillando débilmente bajo la luz mortecina del crepúsculo.

Mi hogar, mi pueblo, todo perdido, pensó Lian, su rostro cubierto de hollín, lágrimas surcando la ceniza. La memoria de los gritos de los aldeanos, aplastados por escombros o consumidos por las llamas, lo perseguía. La Gran Biblioteca, donde guardó los anales de Noctua, era ahora un montón de cenizas. Aetheria, Ignis, Chronos, Terra… todos pagarán, juró en silencio, su mano apretando el cuerno, cuya superficie vibraba con un eco antiguo. Tropezó sobre una viga rota, pero se levantó, impulsado por una furia que ardía más que el Valle Quemado.

Mientras las Casas mayores se retiraban, dejando tras de sí un punto muerto sangriento, Lian se desvaneció en las sombras del valle, su identidad oculta tras el manto de un nuevo propósito: el Vengador de Noctua. Lejos, en la Cresta de los Ecos, Elara y Riven avanzaban en su plan para espiar a Ignis, ajenos al juramento que ahora resonaba en el corazón roto de un erudito convertido en vengador.

Frontera de Noctua, Territorio Neutral

En la Frontera de Noctua, donde las colinas abrasadas del Valle Quemado daban paso a riscos desnudos, Lian se arrastró hasta una cueva oculta tras un velo de enredaderas marchitas. El aire frío olía a ceniza y piedra húmeda, un refugio precario contra la desolación que dejó atrás. Herido, con sangre seca en su pierna y su túnica gris hecha jirones, se desplomó contra una pared, el cuerno grabado de Noctua apretado contra su pecho. Los glifos del artefacto, tallados con símbolos de los Susurros Antiguos, emitían un leve resplandor, como si el alma de Noctua aún latiera en su interior. El eco de la Gran Biblioteca en llamas y los gritos de su pueblo resonaban en su mente.

Ignis y Aetheria… sus llamas y rayos destruyeron todo, pensó Lian, su respiración entrecortada por el dolor y la furia. Kaelen y Corvus, sus nombres serán mi maldición. En la penumbra, alzó el cuerno, su superficie vibrando con un eco profundo. “Por Noctua, juro vengarme,” susurró, su voz quebrada pero firme. “Seré el Vengador de Noctua, una sombra que nadie verá venir.” Decidió ocultar su identidad, dejando atrás al erudito para convertirse en un espectro de justicia, anónimo y letal.

Mientras las Casas mayores lamían sus heridas tras la batalla estancada, Lian comenzó a trazar su plan en la cueva, su mano temblando sobre la tablilla de cristal rescatada. Lejos, en la Cresta de los Ecos, Elara y Riven avanzaban en su misión para espiar a Ignis, ajenos al nuevo enemigo que nacía en las sombras de Noctua, impulsado por un juramento que cambiaría el destino de Elysara.

Ciudadela Etérea, Aetheria

La Ciudadela Etérea, un bastión de torres flotantes y cúpulas de aerocristal, resplandecía bajo el cielo de Aetheria, sus plataformas lumínicas zumbando con energía. Elara, recién llegada del Valle Quemado, avanzaba por un corredor iluminado por orbes lumínicos, su capa de aerotela manchada de ceniza y su rostro marcado por la fatiga. El mapa de Riven, guardado en su bolsa, y su dispositivo de viento, inspirado en Valerius, pendían de su cinturón, recordándole su misión para espiar a Ignis. Pero la imagen del Valle de Noctua—aldeas incineradas, templos en ruinas, la Gran Biblioteca perdida—pesaba en su corazón. Frente a ella, en la Sala de Estrategia, Corvus, líder de Aetheria, revisaba un mapa holográfico, su túnica plateada destellando.

“Noctua está destruida, mi señor,” dijo Elara, su voz tensa, enfrentando a Corvus. “Los civiles murieron aplastados o quemados. Salvé a algunos, pero… fue una masacre.” Sus manos temblaron, recordando los gritos de los aldeanos.

Corvus alzó la vista, su expresión fría. “Neutralizamos a Chronos y Terra,” replicó, señalando el mapa donde la Aurora Celestial marcaba su victoria pírrica. “Las bajas civiles son lamentables, pero inevitables. La desaparición de Valerius y Cassia exige sacrificios.” Su tono era firme, desestimando el horror que Elara había presenciado.

“¿Sacrificios?” Elara dio un paso adelante, su orbe lumínico parpadeando. “Noctua era neutral. Esto no es victoria, es tragedia.” Corvus la miró con desdén, cortando la discusión. Mientras Elara salía, decidida a reunirse con Riven en la Cresta de los Ecos, ignoraba que, en la Frontera de Noctua, Lian, el Vengador, forjaba su propio camino de retribución contra Aetheria e Ignis.

Cresta de los Ecos, Chronos

La Cresta de los Ecos, un desfiladero de cristales temporales que pulsaban con destellos azules, vibraba bajo el zumbido lejano de la Gran Cronoteca. Riven, oculto tras una roca erosionada, ajustaba su comunicador de pulso, su capa oscura de Umbra fundiéndose con las sombras. Su cicatriz brillaba tenuemente bajo la luz de los cristales, y el mapa de rutas comerciales, ahora compartido con Elara, descansaba en su bolsa. Los ecos de la batalla del Valle Quemado—las llamas de Ignis, los rayos lumínicos de Aetheria, las barricadas de Terra—resonaban en su memoria, pero un nuevo rumor, captado de espías de Umbra, lo inquietaba: un sobreviviente de Noctua planeaba represalias.



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En el texto hay: fantasia épica, mundo construido, heroina resiliente

Editado: 11.10.2025

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