El aroma a café recién molido flotaba en el aire mientras Martín empujaba la puerta de la cafetería, haciendo sonar un pequeño cascabel colgado en el marco. El lugar era acogedor, con paredes cubiertas de estanterías llenas de libros desgastados y pequeños cuadros de acuarelas difuminadas. La iluminación era tenue, con luces cálidas colgando del techo como luciérnagas atrapadas en frascos de vidrio. Un par de mesas de madera antigua estaban dispersas por el salón, algunas ocupadas por personas sumidas en la lectura o conversaciones en voz baja.
El suelo crujía suavemente bajo sus pasos mientras se dirigía a la barra, donde una cafetera burbujeaba con lentitud. Detrás del mostrador, una mujer de cabello corto y oscuro le sonrió levemente antes de volver a concentrarse en espumar la leche para un capuchino. El ambiente olía a nostalgia, a refugio, a un rincón donde el tiempo parecía moverse con pereza.
No pudo evitar pensar que ese lugar se sentía demasiado cálido para su estado de ánimo, pero aún así, necesitaba un café.
Martín apretó el vaso caliente entre sus manos, buscando absorber un poco del calor ajeno. Se acomodó en una de las mesas junto a la ventana, desde donde la lluvia repiqueteaba contra el cristal en un ritmo hipnótico. Su mirada se perdió en las gotas resbalando, como si en ellas pudiera encontrar respuestas que su mente evitaba formular.
Martín estaba en una esquina del café, en el rincón más oscuro, absorto en su cuaderno de dibujos. Sus manos, manchadas de grafito, repasaban trazos de sombras y rostros sin detalles. Eran dibujos solitarios, bocetos de figuras atrapadas en la penumbra, rodeadas de un vacío que parecía devorar la hoja. Pasaba las páginas una a una, como si estuviera repasando un dolor antiguo y familiar, cada dibujo un recordatorio de los fragmentos de su propio corazón roto.
Suspiró y dejó el lápiz en la mesa, observando un dibujo en particular: un rostro borroso, con los ojos hundidos y la expresión triste. —¿Quién eres?—, murmuró para sí mismo. Sabía que aquel rostro era una versión de él mismo, un reflejo de su propia desesperanza.
Justo en ese momento, escuchó la puerta del café abrirse, y levantó la mirada por puro instinto. Alguien había entrado, una mujer que irradiaba una presencia tan silenciosa y vulnerable como él. Era Alquimia. Su figura se deslizó hasta una mesa cerca de la suya, y Martín notó que sus ojos llevaban una tristeza que reconocía, una tristeza que parecía pesarle tanto como a él.
Intentó concentrarse en su cuaderno nuevamente, pero su mano temblaba. Cada trazo que hacía le recordaba el vacío que había en sus ojos y el peso en su pecho. Sin pensarlo mucho, se atrevió a dibujarla. Empezó a trazar las líneas de su perfil, capturando la melancolía en su mirada, ese aire de misterio que la envolvía.
Después de unos minutos, levantó la vista de nuevo y sus miradas se cruzaron. Por un momento, ambos quedaron atrapados en un silencio incómodo, hasta que Martín finalmente decidió hacer algo que rara vez hacía: se levantó y caminó hacia ella, cuaderno en mano.
—Disculpa... —murmuró, con un tono casi inaudible, mientras se rascaba la nuca, nervioso—. Espero no molestarte, pero... me pareció verte tan... ¿perdida como yo?
Alquimia lo miró sorprendida, pero en su rostro se dibujó una leve sonrisa, como si hubiera esperado que alguien la entendiera, aunque fuera un extraño. —¿Y cómo lo supiste? —preguntó, su voz suave y algo temblorosa.
Martín se sentó frente a ella, sosteniendo el cuaderno con ambos brazos en un intento de ocultar sus nervios. —Es como... ver tu propio reflejo en otra persona. Tus ojos... tienen algo que me resulta familiar.
Ella bajó la mirada, jugando con una servilleta. —Quizás porque llevamos el mismo tipo de carga —dijo, su voz apenas un susurro—. A veces, creo que la tristeza tiene una forma de conectarnos.
Martín asintió, comprendiendo exactamente lo que ella decía. Lentamente, deslizó su cuaderno hacia ella, mostrando el boceto que acababa de hacer. —Sé que puede parecer raro, pero... sentí la necesidad de dibujarte. No sé... hay algo en ti que me recordó a los dibujos que he estado haciendo.
Alquimia tomó el cuaderno con delicadeza, sus dedos rozando el papel mientras observaba el dibujo. Sus ojos se llenaron de asombro y, quizás, un poco de consuelo. —Es hermoso, aunque triste. Creo que captaste algo que ni siquiera yo he podido ver en mí misma.
—A veces, el arte muestra lo que las palabras no pueden decir —dijo Martín, mientras la miraba fijamente. Su voz era baja, pero en sus ojos había un atisbo de comprensión, como si supiera exactamente lo que ella sentía.
Alquimia sonrió con melancolía y le devolvió el cuaderno. —¿Por qué dibujas? —preguntó, genuinamente interesada.
Él se encogió de hombros, mirando su cuaderno. —Dibujo para entender... para liberar lo que llevo dentro. A veces siento que el dolor es tan grande que necesita un lugar donde ir, y el papel... es lo único que puede soportarlo sin romperse.
Ella asintió, comprendiendo sus palabras. —Yo suelo escribir. Es como mi forma de sacarlo, aunque a veces ni siquiera las palabras son suficientes.
Hubo un momento de silencio mientras ambos compartían la mutua soledad. Alquimia parecía relajarse, como si el simple hecho de hablar con alguien que entendiera su dolor aliviará la carga un poco.
—¿Sabes? —dijo Martín de repente—. No recuerdo la última vez que hablé con alguien sobre esto. Siempre pensé que nadie entendería.
—A veces, necesitamos que alguien mire nuestras heridas para saber que no estamos solos —murmuró Alquimia, mirándolo directamente a los ojos. Su tono era sereno, pero en su mirada había un rastro de esperanza, algo que Martín no había visto en mucho tiempo.
Ambos se quedaron en silencio, disfrutando de la presencia del otro, cada uno absorbiendo la energía del otro como si fuera un bálsamo para sus corazones heridos. El café, con su atmósfera sombría y su música suave de fondo, parecía un refugio perfecto para dos almas perdidas en busca de consuelo.