Los pasos se acercaban haciendo crujir las hojas secas del verano anterior. La bruma, como por ensalmo, se esfumaba, dejando un collar de cuentas de cristal en las recias botas de cuero. El aleteo de una cazadora espantó a los cuervos que curiosos observaban la escena desde las ramas de los árboles
El cuerpo se hallaba sobre el húmedo barro, cubierto por completo por una manta térmica. El viento jugando con ella, intentaba alzarla por el aire, como si se tratase de una cometa de papel de aluminio.
—¿Qué tenemos? —Preguntó el recién llegado con voz grave, mientras levantaba con cuidado una de las esquinas de la manta.
—Mujer, de entre veinte y veinticinco años —contestó una voz femenina —. Presenta heridas en el abdomen y pecho y en cuello, brazos y piernas. La causa de la muerte puede deberse a una de esas laceraciones...
—¿La encontraron así?
—Sí. Nadie ha tocado el cuerpo. La encontró un cazador hace aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos. Lo primero que hizo fue avisar a la policía. Dijo no haber tocado nada.
El cuerpo, desnudo bajo la manta térmica era de una palidez espeluznante.
Alejandro Santos, inspector de policía, se arrodilló junto al cadáver.
—Las heridas no han sangrado...
—El cadáver no tiene ni una sola gota de sangre, Santos —dijo la joven.
Mónica Valls se había arrodillado también y el rostro de su superior se encontraba a escasos centímetros del suyo.
Jandro, como todos le llamaban en comisaría, miró fijamente a la joven.
—¿Qué es lo que estás tratando de decirme, Mónica?
—Fíjate en su cuello. Esas heridas... Parecen mordiscos, como si la hubiera atacado un animal.
—No jodas, Mónica. ¿Y qué ha pasado con su sangre, se la bebió? ¿No estarás tratando de insinuar que se trata de un...?
—Yo no estoy insinuando nada, Jandro. Me limito a señalarte lo que veo. El cadáver está desangrado y esas heridas...
—No quiero que nada de esto trascienda a la prensa. Estoy imaginando los titulares. «Un vampiro acecha a las jóvenes de nuestra ciudad». No, no quiero esa publicidad...
Un hombre de unos cincuenta y cinco años, bajo y rechoncho se acercó hasta ellos. La palidez de su rostro indicaba que aún seguía bajo los efectos de un shock.
—Nunca había visto nada igual, Santos—dijo con un susurro —. Y eso que ya he visto de casi todo...
—¿Qué le parece tan extraño, doctor Reguero? —Preguntó Jandro —. Yo tan solo veo a una joven que no debería estar aquí.
El médico forense le miró como si se hubiera vuelto loco de repente.
—¿Extraño? No, no es extraño, es imposible. Dígame, inspector, ¿cómo hizo el asesino para vaciar de sangre a esta joven sin derramar ni una sola gota? No se ha encontrado ni una sola gota de sangre por los alrededores.
—Lo más seguro es que la asesinara en otro lugar, donde le sacó toda la sangre y después la lavó con cuidado y la trajo a este lugar. No es la primera vez que vemos algo parecido.
—Todo eso estaría muy bien, si no fuera porque está joven ha muerto hace escasamente una hora.
—Eso quiere decir que el asesino no tuvo que desplazarse mucho. Mónica, quiero controles en todas las carreteras en un radio de veinticinco kilómetros y necesito un mapa de este bosque.
—Sí, jefe —la joven se alejó en dirección al coche patrulla más cercano. Alrededor de la zona había un despliegue de vehículos cuyas luces iluminaban buena parte del oscuro e impenetrable bosque.
Jandro Santos se levantó y observó la escena del crimen.
Si no hubiera sido por aquel cadáver, desnudo y tumbado boca arriba y que ocupaba el centro del claro, Jandro no hubiera tenido más remedio que pensar que allí no había sucedido nada en absoluto. No había huellas de pisadas, ni marcas de neumáticos. No había nada en realidad. Ni una sola pista.
Jandro retiró por completo la manta térmica que cubría el cuerpo de la joven y la observó con detenimiento. Calculó que debía de tener unos veinte años, quizás menos. El cabello, despeinado, era oscuro y lo llevaba recogido en una coleta que se había deshecho. Su cuerpo no presenta ninguna marca, ni cicatrices, salvo las finísimas incisiones que el asesino le había infligido por todo su cuerpo y aquello parecido a un mordisco que presentaba en su cuello, a la altura de la yugular. Contó más de veinte cortes y algunos de ellos eran lo bastante profundos para haberle producido la muerte. Tenía heridas en el abdomen, en el pecho y en brazos y piernas, incluso había una en la zona de su pubis con la forma de un relámpago, una línea en zigzag y todas ellas parecían haber sido producidas por un objeto muy afilado, un cuter o un bisturí. La ausencia de sangre era lo primero que llamaba la atención. Esa cantidad de cortes hubieran dejado el cadáver bañado en sangre, claro que también podrían haber sido hechos post mortem. En ese caso lo averiguarían en el laboratorio.
La palidez del cadáver y sus ojos oscuros que aún permanecían abiertos y mirando el borrascoso cielo de invierno, le produjeron un escalofrío.
¿Quién había podido hacer una cosa así? Se preguntó, sabiendo de antemano que era muy posible que nunca llegase a saberlo.
Cuando no era más que un novato recién llegado a la capital, se imaginó resolviendo un caso como el que ahora se le presentaba. Nunca llegó tal oportunidad que, aunque pudiera parecer muy egoísta, sabía que podría encumbrar su carrera hacia puestos más altos y de mayor responsabilidad. No tardó mucho en desengañarse. Los monstruosos asesinos que veía en el cine o que leía en novelas policíacas no existían en la vida real. La mayor parte de las veces se trataba de personas enajenadas, de sádicos violadores y de enfermos mentales violentos. Seres sin inteligencia que no suponían ningún reto. Él siempre había soñado con poder enfrentarse a unos de esos psicópatas tan prolíficos en los Estados Unidos. Una mente criminal contra la que luchar codo con codo y con escasos recursos. Un asesino en serie que trajera de cabeza a la policía.
Fue Mónica la que le sacó de sus turbias ensoñaciones. La joven le entregó un mapa plegado de la zona montañosa en la que se encontraban.
El inspector, Jandro Santos desplegó el mapa y buscó en él el lugar exacto en el que se encontraban. La Sierra de la Pedregosa se extendía por el oeste y el norte de la provincia y el punto en el que se encontraban era una de las zonas más inhóspitas de dicha Sierra. Un lugar aislado, sin núcleos cercanos de población y rodeada por extensos bosques de coníferas. Tan solo algunas cabañas aisladas y desperdigadas por el mapa, ofrecían cobijo a quien se adentrará en aquel lugar. Pequeños oasis en un mar de árboles.
—Hay un refugio de montaña a algo menos de un kilómetro de este lugar, en dirección norte —dijo el inspector después de interpretar los símbolos en el mapa —. Echaremos un vistazo antes de que se haga de noche.
Tomaron un todo terreno de la guardia forestal, presumiendo que tendrían que transitar por embarrados caminos de tierra e incluso bosque a través para llegar a su destino.
Jandro dejó que fuera Mónica la que se sentase al volante del vehículo. Él mientras tanto se ocuparía del mapa, evitando así acabar perdidos en la espesura de aquel infinito bosque.
En la parte trasera del automóvil viajaban dos policías jóvenes que llevaban muy poco tiempo trabajando en la sección de homicidios.
Agustín Pizarro tenía veintisiete años y llevaba tres en la policía. Jandro opinaba de él que llegaría lejos. Era un joven muy avispado y nunca protestaba por los marrones que su jefe le hacía tragarse muy a menudo.
El otro compañero se llamaba Pablo Garcés. Tenía aproximadamente la misma edad que Pizarro, quizás uno o dos años más que el anterior y se le veía muy profesional. Había sido nombrado el mejor tirador de su promoción en la academia de policía y además era un genio con la informática, algo que a Jandro no terminaba de convencerlo, pues había llegado a confundir una tostadora con un ordenador portátil.
«Prácticamente sirven para lo mismo, replicaba el inspector, unas tuestan las tostadas y el otro te tuesta el cerebro».
El bosque se cerró sobre ellos y la niebla, persistente, les impidió ver a más de cinco metros de distancia. El viento balanceaba las copas de los gigantescos abetos y la bruma formaba esotéricas formas allí donde la luz de los faros del vehículo incidían sobre ella. Todos permanecían en silencio, abrumados por la poderosa sensación de pequeñez que aquel bosque les hacía sentir. La sensación de estar perturbando algo sagrado.
El refugio de montaña apareció frente a ellos como surgido de una alucinación. Era la típica cabaña de madera con tejado a dos aguas y de una sola planta y no parecía hallarse en muy buen estado.
—Si la niebla sigue espesándose así, tendremos que hacer noche en este refugio —dijo Pablo, a quien todo lo relacionado con excursiones, escapadas y naturaleza en general le parecía una terrible pérdida de tiempo.
—Es una lástima que aquí no haya señal WiFi, ¿verdad? —Dijo su compañero, tratando de pincharle. Se llevaban bastante bien, aunque eran de temperamentos opuestos.
—Nadie va a pasar la noche aquí —Rugió la poderosa voz del inspector.
—Tampoco es que haya muchas habitaciones —dijo, Mónica —. Y yo no pienso dormir con ninguno de vosotros.
—Vosotros dos reconoced la cabaña —dijo Santos, señalando a los dos jóvenes policías —. Y tened cuidado. Nuestro asesino podría estar por aquí cerca.
Los dos jóvenes obedecieron de inmediato. Ambos sacaron sus armas reglamentarias y sus linternas y se aproximaron a la cabaña.
—¿Por qué no me has dejado ir a mí? —Preguntó, Mónica, siempre deseando entrar en acción.
—Ellos son jóvenes y prescindibles —contestó Santos —. Tu eres joven y muy importante para mí...
—Te he dicho mil veces que lo nuestro terminó, Jandro.
—Terminó para ti, Mónica. Para mí aún sigue existiendo algo...
—No, no hay nada... ¿Qué ha sido eso?
Les había parecido oír un grito, aunque el sonido cesó de repente. Mónica hizo intención de salir del vehículo y acercarse a la cabaña de donde había venido el extraño sonido, pero Jandro se lo impidió, tomándola del brazo.
—¿Qué haces? ¿Podrían estar en peligro? Tenemos que ayudarlos —Protestó, Mónica.
—Por eso mismo —respondió su jefe —. Si están sanos y salvos volverán al coche...
—¡Eres un hijo de puta, Jandro!
Mónica se soltó del brazo del inspector y salió del coche, viéndose inmediatamente rodeada por la espesa niebla.
En unos segundos había perdido de vista el automóvil y también la orientación de la cabaña. Lo único que podía ver era la fantasmagórica niebla que amortiguaba los sonidos, haciéndole creer que se encontraba en el interior de una burbuja de ámbar.
Pasó más de cinco minutos, que le parecieron horas, ciega y sorda, hasta que topó con algo que al menos podía reconocer. La puerta de la cabaña. Está cedió cuando se apoyó en ella y la joven entró en su interior.
Dentro de la cabaña la oscuridad era casi total, tan solo la luz de los faros del vehículo que entraba a través de una de las ventanas le sirvió para ver donde se encontraba.
La estancia no era muy grande. El refugio contaba con una sola habitación en la que una inmensa chimenea parecía ocupar toda la pared que tenía al frente. Repartidas por la habitación, varias sillas y una mesa de madera se convertían en el único mobiliario. No había camas, ni muebles, ni tan siquiera un armario o una alacena. Lo que si vio fue un enorme baúl en el centro del cuarto y junto a él, los cuerpos sin vida de sus dos compañeros.
Mónica desenfundó su pistola y se arrodilló junto a los cuerpos de los jóvenes policías. Efectivamente estaban muertos. Lo supo ya antes de comprobar sus constantes vitales. La palidez de sus rostros y la inexistencia de heridas le hizo llegar a la conclusión de que ambos habían muerto de un ataque de pánico.
Algo terrible debían de haber visto para que hubieran muerto de esa forma.
Mónica no pude remediar que un miedo atroz y tan frío como una cuchilla de hielo, se alojará en su corazón.
Lo que fuera que había asesinado a sus compañeros, aún debía de seguir allí, junto a ella, en esa habitación. Observándola en el más absoluto silencio.
Mónica no se tenía por una cobarde, pero aquella situación estaba poniendo a prueba su valor y también su cordura. El miedo se abría paso en su mente, oscureciendo todo lo demás y agarrotando todos sus músculos.
No llegó a ver la sombra que se alzaba tras ella y que con el sigilo de un animal salía del baúl que la joven tenía a su espalda.
Jandro Santos no escuchó ningún grito más, ni vio salir a nadie de la cabaña cuando la niebla comenzó a disolverse al llegar el alba, tampoco vio regresar a ninguno de sus compañeros al coche, ni supo cuanto tiempo había pasado desde que abandonaron el vehículo.
Tampoco lo hubiera podido saber dada su condición, pues el inspector Jandro Santos, de la sección de homicidios de la policía había muerto hacía mucho tiempo.
Su cuerpo, pálido y desangrado reposaba en el suelo cubierto de escarcha junto a su coche. El mismo lugar donde aquello que perseguía le había arrastrado y le había dado muerte.
La única señal que podía verse en su cuerpo eran dos pequeños orificios en su cuello, justo sobre la vena aorta y varios finísimos cortes como los producidos por unas uñas muy afiladas.
Ni una sola gota de sangre quedaba en su cuerpo.