La sombra del Guardián, Vigía Eterno

Prólogo

Desde las montañas que rodean el valle helado, Halvarhar se alza como una sombra cincelada en piedra. Las leyendas cuentan que no solo es un castillo el que se asienta en el corazón de este valle, dicen que es una fortificación viva, hecha para resistir era tras era.

Nunca he podido ver más allá de los muros. El basalto negro de los pisos y las anchas columnas sostienen este antiguo castillo, cuyos cimientos parecen nacer del mismo corazón de la tierra. Las torres son tan altas que casi tocan el cielo; cuando me acerco a ellas, tengo la impresión de que respiran.

Los patios son vastos, adornados con flores de agua y estanques que reflejan la luz del día como espejos antiguos. Las losas, cubiertas de runas grabadas, a veces parecen encenderse bajo el sol del invierno, como si la piedra recordara una antigua promesa.

Cada estructura fue erigida con un propósito: su forma, su orientación, todo responde a un diseño que armoniza con las líneas de la tierra y los senderos del firmamento. Dicen que las torres se alinean con las constelaciones del norte, y que las antorchas encendidas en la bóveda nocturna reciben la influencia de las estrellas, velando el lugar con su magia silenciosa.

El aire siempre parece frío, como si el mismo corazón de la tierra exhalara su aliento bajo estas piedras. Dicen que bajo el castillo corre un río subterráneo que alimenta la fosa en sus cimientos; su corriente es tan helada que ningún hombre ha podido nadarla ni ver su fondo. Nadie sabe qué tan hondo llega ese abismo.

Desde aquí solo alcanzo a ver el brillo oscuro de los bloques de basalto tallado, pero me gusta la vista desde esta torre: casi puedo distinguir los espesos bosques que rodean el reino y, más allá, las montañas que se alzan como gigantes al norte. Desde esta altura también se divisan las torres vigías y las estatuas colosales que custodian la entrada al Gran Salón. Todo parece inmóvil, eterno… una belleza suspendida en el tiempo.

Pero hoy el castillo entero se prepara. Primero habrá solemnidad, luego júbilo: la fiesta de purificación antecede la llegada de mi prometido, el príncipe Erynd de la Costa Este.
He aceptado mi deber sagrado: convertirme en reina. Antes, debo desposarme para ser la soberana que mi reino reclama. Erynd ha sido mi amigo desde la infancia, un alma dulce y honorable. No creo que haya hombre más digno ni más gentil que él. Sus ojos son el amanecer y el ocaso, dorados como el trigo que besa el sol al final del verano; su cabello tiene ese mismo fulgor.

Su reino, la Costa Este, es aún más enigmático que Halvarhar; cuando éramos niños, solíamos perdernos entre los laberintos de sus jardines, tan vastos que una vez hallamos un vergel que no pertenecía a ninguno de los dos palacios.

Saira, mi nodriza, suele decir que hubo un tiempo en que ambos reinos eran uno solo, y que los reyes de entonces eran guiados por seres de otro mundo. Me gusta pensar que, de algún modo, el destino me ha sido dado para restaurar aquella unión perdida, y que pronto, tras generaciones, una nueva Soberana volverá a unir lo que fue dividido.

*****

En uno de los salones sagrados, la luz del sol se filtraba a través de los ventanales altos, bañando de oro el suelo de piedra pulida. Alekssia avanzaba con pasos medidos; el vestido rojo profundo, ceñido a la cintura y bordado con hilos de oro y diminutas perlas, parecía brillar por sí mismo, como si absorbiera la luz para devolverla en destellos. En pos de ella marchaban sus damas, portando incienso, agua, flores y lámparas de aceite.

El aire estaba impregnado de una fragancia densa, mezcla de ébano, resina y pétalos de flor de fuego. Ese perfume, decían, era el aliento de los antiguos; cada partícula suspendida en el aire contenía un vestigio de los que habían protegido al reino desde tiempos inmemoriales.

Alekssia cruzó el umbral del Thalaren Veloth, el gran salón ritual de Halvarhar. Era un recinto tan vasto que parecía un templo consagrado al equilibrio de los mundos. Las columnas de mármol oscuro ascendían hacia un techo abovedado, donde runas doradas y símbolos astrales formaban constelaciones olvidadas. El sonido de los cánticos comenzó a elevarse: voces masculinas y femeninas entrelazadas en una melodía hipnótica, un eco antiguo que hacía vibrar el aire como si las piedras mismas respondieran.

Descalza, Alekssia rozó con sus pies los círculos grabados en piedra, donde las runas de luz y sombra recordaban a quienes habían sido y a quienes todavía vendrían. Con cada giro alrededor del fuego central, ofrecía incienso, y el humo ascendía lento, trazando espirales que se confundían con el resplandor del fuego. Sentía cómo algo en su interior se afirmaba: el peso y la promesa de su destino.

Su padre, el rey Kaethric, observaba desde el estrado, con los sabios y cortesanos a su lado, todos vestidos de blanco. A su derecha estaba Saira, su fiel nodriza, cuyo rostro irradiaba orgullo silencioso.

Alekssia inclinó la cabeza ante los símbolos del altar, cerró los ojos y dejó que su respiración siguiera la cadencia de los cantos. Pensó en su madre, la reina Nerya, y en el deber que ahora recaía sobre ella: unir el linaje y cumplir con la ceremonia de purificación antes del compromiso con el príncipe Erynd. Él representaba el equilibrio y la armonía; aunque su cariño era fraternal, su unión sellaría la alianza que restauraría la antigua soberanía de los dos reinos.

Cuando los cánticos cesaron, una brisa ligera recorrió el salón, moviendo con suavidad los bordados de su vestido. Las sombras danzaban entre las columnas, y el fuego central titilaba con vida propia. Alekssia elevó la mirada hacia la luz que se derramaba sobre su rostro y, con voz serena, pronunció según la costumbre:

F’had’or var’nath.
El guardián protege la llama.

El sabio líder se acercó y, con una varilla de plata, entintó sobre su piel las antiguas runas de Varngadar, justo en la base del cuello, donde latía el pulso. Era una promesa grabada entre carne y espíritu: un voto al linaje, al fuego y al cielo.




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