La noche ya había caído, el resto de la tarde la pasé bajo la instrucción de sabios y escribas. Sentía la mente exhausta, como si un caballo de guerra me hubiera arrastrado por todo el enlosado del castillo hasta que no quedara camino.
Bostecé una y otra vez, deseando que Saria llegara. Mi padre había vuelto de cacería, y cuando eso ocurría solía escabullirme antes de tiempo. Me refugié en el patio, huyendo de las damas de la corte, comiendo frutos secos y dulces bajo el pretexto de que el vestido del día siguiente debía entallarme a la perfección.
Esperé a Saria largo rato; siempre me arropaba, me ayudaba a quitarme el vestido y dejaba las velas encendidas para que el sueño me encontrara en calma. Pero aquella noche no apareció, ni tampoco ninguna de las otras damas.
Me tomó un buen rato despojarme de la pedrería, las joyas y el vestido. No quise asistir a la cena, con tal de no escuchar los relatos de la cacería de mi padre. En paños menores me metí a la cama y me cubrí hasta el cuello; el cansancio era tal que no me importó dormir sin luz.
El silencio era profundo, y al cerrar los ojos me entregué al descanso, pero no sé cuánto tiempo pasó cuando un estruendo me arrancó de golpe del sueño, haciendo vibrar el suelo entero bajo mi cama.
Desperté sobresaltada, el corazón latiendo con fuerza. Me incorporé, apartándome el cabello del rostro. La puerta estaba entreabierta, y un aire extraño se filtraba desde el pasillo.
—¿Saria?... ¿Estás aquí? —susurré.
Ni un solo movimiento. Solo la oscuridad de la noche reclamando mi habitación, sin embargo, algo no era igual. Lo sentí. No estaba sola.
Tragué saliva y me moví despacio, sin apartar la vista del umbral. La claridad pálida que se filtraba por las ventanas sin cortinaje apenas delineaba los muebles, los tapices, las columnas. Entonces lo vi: algo cambió de lugar al fondo, una forma densa, silenciosa, que no pertenecía a la penumbra. No era un reflejo ni una sombra del viento, sino algo con peso, con presencia.
Mi piel se erizó al instante, y de pronto la noche pareció cerrarse sobre mí. El aire se volvió espeso, insondable. La puerta se cerró de golpe, con un estruendo seco que resonó casi en mis huesos.
Un nudo me apretó la garganta; el corazón me martillaba el pecho, y mis manos temblaban. Intenté respirar y otra vez lo vi moverse, acercándose, lento y seguro, como si me conociera.
Hubiera querido correr, gritar, pero las piernas no me obedecían. Cuando por fin mi cuerpo respondió, algo descendió sobre mí con fuerza brutal, oprimiéndome los hombros y empujándome contra el colchón.
Grité, y ese grito fue lo último que tuve antes de que una mano enguantada me cubriera la boca.
El frío del cuero me heló la piel. Era un frío antinatural, como si la vida misma se retirara de allí donde me tocaba. El olor no era de hombre ni de sudor ni de metal; era el aire del bosque en invierno, el de las criptas y los caminos sin luna.
Intenté moverme, pero no logré nada. Sus manos eran firmes, inhumanas. Las lágrimas se deslizaron sin permiso por mis mejillas. Solo alcancé a ver la silueta: alta, armada, con un capuz que devoraba la luz. Y en medio de esa oscuridad, dos ojos encendidos, fijos en los míos. Eran como brasas vivas en el vacío.
Fijaba la vista hacia un lado, sin poder evitar que las lágrimas rodaran por mis mejillas. ¿Cómo había podido alguien irrumpir así? ¿Cómo había conseguido llegar hasta mi alcoba sin que nadie lo detuviera? El castillo, en cada sala y en cada torre, estaba siempre custodiado día y noche; las habitaciones imperiales tenían doble guardia.
Un nuevo estruendo sacudió los cimientos. La tierra tembló, los muros gimieron, la cama entera pareció estremecerse bajo mi cuerpo una vez más. El ruido inconfundible del caos me envolvió: gritos, metal, fuego, como si toda la fortaleza respirara dolor y batalla. Por un instante, creí estar soñando; como si aquellas historias que mi padre relataba sobre conquistadores de tierras lejanas hubiesen cobrado vida.
Volví la mirada hacia quien me impedía escapar. Aunque distinguía su figura, su rostro permanecía oculto bajo el capuz. Su armadura era oscura, extraña, con una capa que cubría sus anchos hombros; un hombre, sí, pero más sombra que carne, más silencio que voz.
Entre el estrépito de la guerra, escuché pasos acercarse a mi puerta. Mi corazón se alzó de esperanza. Miré hacia la entrada, deseando ver irrumpir a los guardias. Pero antes de que pudiera hacer algo, él me arrastró con una fuerza imposible hacia la cabecera, envolviéndome con las cobijas. Intenté gritar, pero la garganta me ardía de tanto esfuerzo inútil. Me levantó como si fuera nada, y en un instante, estaba colgando sobre su hombro, boca abajo.
—¡Abra, princesa! ¡El rey demanda su presencia! —clamó una voz desde el otro lado.
Desesperada, quise liberarme, pero mis movimientos eran torpes; el peso de su brazo sobre mí me oprimía el abdomen, y apenas podía respirar. Todo giraba; el aire se volvía espeso, irreal.
De pronto, el muro más cercano se abrió con un resplandor imposible. Una entrada secreta surgió de la piedra viva, y él la cruzó conmigo sin esfuerzo, mientras detrás de nosotros la puerta de mi alcoba era derribada.
Tragué saliva y conseguí sacar apenas la cabeza de entre las cobijas.
—¡Hombre impío! ¡Monstruo sucio! ¡Bájeme enseguida! ¿A dónde cree que me lleva? —alcancé a gritar.
No respondió. Avanzaba con pasos seguros, sujetándome como si pesara lo mismo que un velo. La oscuridad nos devoraba, y mis amenazas se perdían entre los murmullos de las piedras.
—¡Será ejecutado por este ultraje! ¡Le ordeno, en nombre de su Majestad, que me suelte ahora mismo! —insistí con voz temblorosa, aunque mi pecho dolía y mi garganta ya no resistía.
A nuestro alrededor, los túneles respiraban un aire helado y antiguo, como si llevasen siglos aguardando ese tránsito. Al fin, una luz tenue apareció a lo lejos, y él avanzó más rápido.
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Editado: 14.11.2025