En la quietud se asomó un recuerdo. Lo percibía lejano, casi imposible; el rumor de un dolor sordo en mis manos me hizo tomar conciencia. Dudé un momento, pero el gélido viento acarició mi piel. El cuerpo entero, aún sumido en el sueño, volvía a despertar, recordándome lo entumida que me sentía. Eso confirmó que no todo lo de la noche anterior había sido una horrible pesadilla.
Todavía aferrada a la esperanza de que me hubiera caído de la cama o no hubiera logrado cubrirme con las cobijas, intenté apartar el sopor de mis párpados. Pero el dolor se volvía más vibrante, más agudo. Parpadeé sin poder evitar gestos de sufrimiento, y en lugar de encontrarme en mi cómoda habitación, la vista se abrió a un espeso herbaje; donde antes había muros de piedra, ahora todo a mi alrededor era amplitud verde, con troncos anchos de árboles imponentes, arbustos y flores silvestres.
Estaba en un bosque, sin guardias, sin damas, sin Saria. Despojada incluso de mi ropa, descalza, hambrienta, adolorida, abandonada en un paraje desconocido.
Poco a poco conseguí ponerme de pie. La luz dorada del sol se filtraba suavemente por los claros; escuchaba el trinar de las aves y el viento jugueteando con todo lo que tocaba. Pero también era intimidante reconocer que a mi alrededor no había nadie más.
Respiré hondo, recorriendo con la vista todo cuanto podía. Giré suavemente, explorando la amplitud de aquel bosque espeso. Mis pies tocaron algo. Al mirar hacia abajo, descubrí una cuerda gruesa y la cobija de mi cama. Me incliné y fui consciente de las marcas en mis muñecas; tenía sentido que el dolor palpitara justo allí donde las cuerdas habían apretado toda la noche mi piel.
—¿Quién lo había hecho? ¿Por qué? —susurré, más para mí que esperando respuesta.
Di algunos pasos lejos del lugar donde yacía, sintiendo la hierba húmeda bajo la planta desnuda de mis pies. Me alejé buscando un camino o una señal, algo que me ayudara a entender dónde estaba. Pero todo en la majestuosa naturaleza parecía un lienzo vivo, uniforme y cautivador, reflejando en cada brote y en cada hoja una perfección casi irreal.
Mi corazón se oprimió en el pecho cuando, tras la corteza de un árbol, distinguí algo enorme acercarse. Retrocedí, creyendo primero que era un oso. Pero al aproximarse más, reconocí la mirada de un hombre. Se movía con calma, pero de manera firme, rápida y segura. Entonces nos encontramos: sus ojos eran fijos, profundos, decididos, como los de un cazador que no pierde detalle, intimidante en su quietud.
Incliné la vista, fingiendo no haberlo visto. Sacudí la cabeza, pensando que la desesperación me había hecho imaginarlo. Pero al alzar la vista, allí estaba de nuevo: su cuerpo poderoso, acercándose poco a poco.
A medida que avanzaba, la capa gruesa se agitaba con el viento, abriéndose apenas lo suficiente para dejar entrever la figura que resguardaba. Bajo ella, un abrigo pesado caía sin broches, ceñido por el movimiento de su andar. La prenda oscura se ajustaba a su torso poderoso, de un material semejante al cuero, resaltando la firmeza de su cuerpo; un cinturón de bronce le rodeaba la cintura, y las protecciones de sus manos reflejaban la luz, cortándose justo donde empezaban los guantes oscuros.
Al detenerse, la capa volvió a cerrarse sobre él, ocultando casi por completo su imponente presencia. Solo el capuz permanecía inmóvil, cubriendo su cabeza y medio rostro bajo la sombra del cuero; misterioso, impenetrable. Tragué saliva, sobándome las muñecas mientras temblaban. Un nudo ascendió a mi garganta.
No lo pensé más: me di la vuelta aterrada, intentando escapar. Pero avancé apenas unos pasos antes de estrellarme contra algo duro y firme como piedra. Mis ojos, llorosos, y mi frente dolida se toparon con un torso inamovible; y luego, con una mirada azulada, intensa, inquebrantable. El encanto indescriptible de sus ojos me dejó cautiva al instante.
Con delicadeza, alzó las manos hacia su rostro, sin apartar la vista de mí, y retiró la cubierta que velaba la mitad de su semblante. Apartó aquello, y entonces mis ojos se abrieron del todo: lo contemplé.
Petrificada, traté de no perderme en la expresión de sus ojos. Cada trazo de su rostro guardaba una armonía perfecta, serena, imposible de hallar en ningún ser terrenal.
Era como si la luna misma eligiera reflejar su fulgor en él, del mismo modo en que se mira a sí misma en un pozo de agua pura, contemplando, por fin, el firmamento entero junto a su reflejo. Luminosa, misteriosa, y aun así, profundamente hermosa.
Sus labios, tersos y proporcionados; la nariz aguileña, curva y precisa; mentón definido, mandíbula firme sin quebrar la armonía; mejillas suaves y ojos severos, que al mirarme casi detenían mi respiración. Su rostro parecía esculpido por los dioses con paciencia y pasión infinitas.
En ese instante, me convencí de que, si existiera un ser celestial masculino descendido de alguna estancia divina, tendría que ser semejante a aquel caballero frente a mí.
Su aspecto combinaba belleza y fuerza de manera insuperable. La piel tersa hablaba de juventud, pero también de temple; su cabello oscuro, largo, caía por debajo del cuello, enmarcando su rostro y acentuando la claridad de su piel. Mi cabeza apenas le llegaba al pecho, y la impresión de su fortaleza me dejó sin palabras.
El caballero frente a mí era, de pronto, un deleite inexplicable a la vista: un equilibrio maravilloso entre poder y delicadeza.
― Halv rynn, varn haleth. La tierra y los cielos celebran su despertar, princesa Alekssia. Presento mis saludos.
Su voz era como un eco profundo que parecía resonar en las raíces mismas del bosque. Tan pura que parecía despertar memorias dormidas en mi sangre. Al escucharlo pronunciar con tanta solemnidad el saludo en Halvarsk —la lengua ancestral de mi pueblo—, sentí que el aire mismo se detenía. Salvo mi padre y los sabios escribas, jamás había oído a otro decirlo igual. Abrí los ojos a más no poder.
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Editado: 25.11.2025