El caballo mantuvo un trote ligero mientras nos adentrábamos en el bosque. La vista era majestuosa, pero pronto comprendí que no era un bosque cualquiera: era casi un santuario de verdor. Los árboles se alzaban con troncos tan anchos que parecían columnas de un templo olvidado, y su altura desafiaba al cielo, perdiéndose en bóvedas de hojas que se entrelazaban como tejidos verdes.
Cada corteza era un mural, marcada por grietas profundas y musgos que brillaban con la humedad. Entre sus raíces, los arbustos y sotos crecían en formas diversas, como si cada uno guardara un secreto distinto. El aire estaba impregnado de fragancias húmedas: tierra recién despertada, savia dulce, hojas que exhalaban la brisa de la mañana.
Lo más sorprendente era la amplitud entre los troncos: vastos claros que se abrían como pasajes sagrados, permitiendo que los caballos se movieran con ligereza, casi como conejos saltando entre la hierba. La luz del sol se filtraba en haces dorados, atravesando las copas y cayendo sobre él, cubriéndolo como un velo de gracia celestial. Cada rasgo de su rostro se volvía más irreal, más bello, como si el bosque mismo lo hubiera elegido para reflejar su esplendor.
¡Qué horror! Cuanto más lo miraba, más exquisito se volvía a mis ojos. Un desconocido sin nombre ni honor, y aun así, su sola presencia levantaba en mí una fascinación imposible de negar. Cada gesto suyo parecía envolverme en un profundo misterio.
Pasé el resto del tiempo reprochándome en silencio, como quien se sorprende a sí misma rondando un fruto dulce que no debería probar. Me sentía pequeña, indigna, un insecto atraído por la luz de una flor prohibida. Y sin embargo, no podía apartar la mirada.
En medio de esa lucha íntima, cuando mi corazón se debatía entre el rechazo y la atracción, su voz me alcanzó. No fue un estruendo ni un mandato, sino un eco suave que atravesó la espesura. Giré el cuello irremediablemente para mirarlo.
―Deseo saber algo… ―dijo con esa voz suya, profunda y directa, que parecía resonar en las raíces mismas del bosque―. ¿Cree que la hechicería o la magia tengan poder? ¿Que en esas fuerzas olvidadas haya más que voluntad implicada?
El desconcierto se reflejó en mis ojos como un relámpago inesperado.
―¿Fuerza y poder en la magia o la hechicería? ¿Qué clase de pregunta es esa? ―repliqué, consternada, pues la dimensión de tal duda me sacudía más de lo que quería admitir.
Él mantuvo la mirada desviada, con esa seriedad intacta que lo envolvía como un muro.
―La clase de pregunta que busca una confesión honesta ―respondió con calma―. Tal vez indiscreta, lo admito. Pero es fruto de mi curiosidad.
Suspiré. Nunca me había cuestionado algo semejante; ese tipo de dudas siempre las dejaba a mi padre y a su corte de sabios.
―¿Curiosidad? En tal caso, también le tengo una pregunta. Tal vez no tan indiscreta para su gusto. ¿Hacia dónde nos dirigimos en medio de esta maraña verde?
Eché una mirada a mi alrededor, intentando comprender dónde estábamos, pero el bosque era un laberinto de sombras y claros.
―Sigue sin contestar mi pregunta ―replicó solemnemente, sin concederme la vista.
―Y yo sin entender qué importancia tendría saberlo. Puede que sí, que exista tal cosa… No lo sé. ¿Qué sentido tiene lo que yo considere al respecto?
Guardó silencio por un instante, luego fijó sus ojos en mí, tan firmes que me hicieron tragar saliva.
― ¿Conoce algún lugar que no sea cerca de la provincia de Halvarhar? ―preguntó, con el rostro aún inexpresivo.
Medité mi respuesta bajo el peso de su mirada.
―Sinceramente, no es mucho lo que he logrado conocer fuera del castillo. Mi padre me impide salir sola, y menos a caballo tan lejos…
Él asintió con solemnidad, como quien confirma una verdad que ya sabía.
―Entonces tampoco entiendo su pregunta.
Lo miré ceñuda, con el ceño fruncido por la incomodidad.
― ¿Por qué no?
―Porque carece por completo de sentido.
― ¿Cómo dice?
―Si jamás supo qué lugares hay fuera del castillo, menos los comprenderá ahora, incluso si intento vanamente explicárselo.
Amusgué la mirada y la desvié con incomodidad. La aversión por su jactancia brotó de inmediato, como una espina que se clava sin aviso. No hallaba razón para que fuese tan tosco, desaforado y descortés; parecía empeñado en desagradarme, y lo estaba consiguiendo con éxito. El donaire que poseía en su hermosa apariencia, ese semblante precioso, nada tenía que ver con su deleznable manera rústica de ser.
―Propio de un hombre inculto y salvaje ―exclamé con firmeza, la voz temblando de indignación―. Todo se reduce a lo que pienso: un hombre pertinaz y adusto de su categoría no sabe ser otra cosa que una completa bestia.
Su inexpresividad se quebró apenas en un gesto divertido, casi satisfecho. No era un hombre insensible, lo comprendí en ese instante, pero cada una de sus respuestas me convencía de que lo era, y quizá sin medida.
―Las aserciones dichas veo que no fallan para describirla ―respondió incólume, como si mis palabras fueran un espejo que no lo hería―. Pero su tono macilento merece más atención. Conviene que no vuelva a desfallecer, y menos por hambre.
Lo miraba indignada, con el pecho apretado, pero sin poder pronunciar palabra alguna.
―Seguro que está hambrienta ―añadió con calma ―. Su humor inestable lo afirma con creces. Podemos detenernos por aquí…
Ni siquiera hizo una seña al caballo, tampoco un gesto visible. Y sin embargo, cuando su negro corcel se detuvo, el que me montaba también lo hizo. Frenó de golpe. Él se acercó a su caballo y recogió uno de esos bolsos de cuero rústico, cruzándose el cinto al pecho con gesto firme.
―Como verá, en este sitio yacen varios árboles frutales. Le hará bien una carga de alimento, no tan pesado luego de tantas horas sin probar bocado. Así que le doy mi palabra, princesa: no morirá si engulle alguno.
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Editado: 25.11.2025