20 de octubre, 1940.
Un año, había pasado un año cuando esa situación terminó por irse al demonio. No nos permitían caminar por las aceras, no nos permitían entrar a restaurantes y tampoco podíamos subir al transporte público, desde que salió en el periódico que teníamos que usar emblemas para diferenciarnos entre los demás.
Desperté sin mucho ánimo a las seis y media de la mañana, me di una ducha de agua bastante helada, pues mi padre ya no tenía ni un *złoty. Me puse un vestido a la rodilla y me acomode el cabello con pasadores. Tome mis libretas, mi suéter y salí de mi habitación para ir al colegio, tome un vaso de agua y me dirigí a la puerta.
— Norah — sentencio mi madre sentada en la silla frente al comedor.
»Ahí va la misma discusión de todos los desgraciados días«
— ¿Qué pasa? — gire a mirarla con la mano en el picaporte.
— Se te olvida algo — Ella levanto el brazo, mostrando el brazalete, revolotee los ojos con fastidio. —No, no lo olvide — Dije y gire el picaporte y continúe. — Es que no voy a ponérmelo.
Mi madre puso los ojos en blanco y se levantó de donde se encontraba. — ¿Por qué sigues retándome, Norah? — Chillo
—No te reto, madre — dije con un pie ya afuera. — Solo que no quiero usarlo.
— Sigues yendo al colegio mientras que aquí me tienes con el alma en un hilo de preocupación por saber si te pasa algo.
— No va a pasarme nada, no sabrán que soy judía si no llevo el emblema. — Exclame.
— Entonces, ve y que Yahvé te acompañe. — Sentencio.
Me quedé en silencio unos segundos. Carraspee mi garganta y le respondí;
— Mejor que se quede contigo — tome el picaporte y estaba por cerrado cuando mi tía Vannia me detuvo. — Espera Norah — grito desde la cocina y asome medio cuerpo.
— Feliz cumpleaños. — Sentencio con una sonrisa.
Yo le dedique una más pequeña que esta y cerré la puerta.
Camine hasta el colegio con la mirada hacia abajo, todo el mundo me veía con desdén pues sabían que era una judía, todos en el barrio conocían a mi padre , todo el mundo sabía que era la hija del sastre, me sentía enojada pero simplemente no podía hacer nada, solo ignorarlos.
Llegando al colegio, entre al salón de clases y ahí estaba Geraldine. — Hola. — Salude y me senté en el pupitre frente a ella.
Geraldine era una chica de mi clase, alta, con unos rizos castaños y largos, piel blanca y ojos marrones, vivía cotidianamente la situación fastidiosa para todo judío, su padre era un profesor de música que enseñaba a tocar el piano a los chicos del barrio.
— Felices dieciséis — Manifestó con una sonrisa y cierta tristeza podía notar en su rostro. Yo tome una bocanada de aire. — Disculpa si no te he obsequiado nada, es solo que no tuve suficiente plata. Ni siquiera mi padre tiene para comer. Tuvo que vender su piano.
— ¿En serio? — Dije consternada. Ella sólo asintió con la cabeza.
— Si, ya no es nada nuevo que nos discriminen, Alice ya no vendrá a clases después de lo de ayer.
— ¿Ayer? — Pregunte ceñuda — ¿Que pasó ayer?
— El hombre alemán que cuida las calles la golpeó hasta desmayarse, la dejo ahí desangrándose de la cara tirada en la calle.
— ¡Qué barbaridad! — Exclamé.
— La amenazaron con que si la veían por las calles otra vez iban a matarla a ella y a su familia. Y bueno pues, mi padre se enteró de eso y también nos vamos. Es el último día que vengo a clases y quise despedirme de ti y de paso felicitarte.
Sentí como si mi presión arterial se bajaba hasta mis tobillos. — Te iras. — Exclamé con hilo de voz.
— Tenemos solo diez días para mudarnos al distrito judío o nos mataran si no lo hacemos. ¿No viste el periódico?
Mi cabeza se quedó en blanco y me quedé en silencio unos largos segundos. Me levante del pupitre con fuerza y me despedí de Geraldine. — Me tengo que Ir. — dije asustada y salí corriendo de ahí. — Pero... — Titubeó pero no pudo detenerme y seguía corriendo hasta que subí al transporte público, ni siquiera me había dado cuenta que solo nos quedaban diez días para empacar y mudarnos al distrito judío. Y es que no teníamos nada preparado. No comida, ni agua, ni ropa en una maleta, mi padre había dejado de ir a trabajar pero ni siquiera puso en venta la sastrería, estábamos en quiebra. Subí al transporte para llegar a casa más rápido y mantener al tanto a mi familia de aquel suceso , pegue mi cabeza a la ventana mientras veía el paisaje cambiar, baje de ahí unas cuantas calles antes de mi hogar y seguía caminando con la cabeza hacia a abajo. La inercia me hizo que subiera la cabeza al frente. Cuando los vi sentí que ahora mi presión se subía a modo que mi cabeza explotaría, los asaltantes alemanes, con gabardinas obscuras y con un escudo de SS en el del cuello, caminaban en sentido contrario hacia a mí. Me temblaron las manos, los pies y estaba segura que mi piel empalideció, trague saliva y seguí caminando como si nada pasase, ellos caminaron frente a mí, uno de ellos me dedicó una mirada ceñuda sin importancia y ellos caminaron de lado mío, cuando ya no los mire suspire de alivio.