— Tengo hambre. — replicó Max, en la esquina del comedor.
Nunca lo había visto así, siempre fue un muchacho limpio y pulcro, zapatos boleados, camisa y pantalones planchados, su cabello siempre peinado para atrás, la cara limpia y tersa, siempre tan apuesto, lo miraba y era todo lo contrario. Un muchacho andrajoso y malhumorado todo el tiempo.
— Si, bueno. Todos tenemos, Máx. — comencé a hablar. — No hemos comido en tres días. — Dije con tono insoportable.
— Wow, ¿en serio, Norah? ¡No lo había notado! — Comenzó irónico. — He estado tan ocupado con mi egocentrismo y mi persona, que lo he olvidado. — exclamo. — ¿Porque no nos deslumbras un poco más con tu apreciada inteligencia? — Siguió con ironía.
— ¿Por qué no te pierdes, estúpido? — grite molesta levantándome de la silla, azote mis palmas contra la mesa de madera, lo vasos que estaban ahí cayeron ante el golpe — ¿Sabes qué? — grite de nuevo. — No estamos en buen momento como para que empieces con esa estúpida actitud, ¿porque no solo te largas allá afuera a buscar comida? A ver, si te atreves a arriesgarte que den un tiro, solo por un pedazo de pan duro.
— ¿Qué más da, ah? — Bramó. — Qué más da morir de hambre o morir de frio ¡o morir de un tiro! De igual manera morirás.
— ¡Entonces, lárgate! — grite.
— ¡Eso haré! — grito también.
— ¡Siéntate! — Bramo mi padre señalando la silla.
— ¡Voy a buscar comida!
— No vas a ningún maldito lado, y ¡Ya basta, maldición! — Grito esto último. — ¿Vas a dejar que el hambre te gane y pelees con todos aquí? — Max se encogió de hombros. — Aun soy tu padre. — Sentencio. —Y vas a respetarme. Así que siéntate en la maldita silla. Ya veremos luego que comemos.
— ¡Cielos, padre! — Exclame. — Primera vez que te veo imponente. Mi padre giro a mirarme con molestia — Siempre te vi tan invisible... — Seguí
No cabe duda que el hambre te cambia por completo, te hace ver a tu familia como enemigos, personas indiferentes que se comen unas a otras, cuando deberíamos estar más unidos que nunca. —... Tan pasivo y ahora quieres hacer de rol de padre estricto — Reí sin ganas — No te queda.
— Ya basta, Norah.
— ¿Y por qué ahora quieres comportarte como un padre? — pregunte.
— Norah... — Comenzó mi madre con severidad a mirar aquella falta de respeto. Yo gire a mirarla. — Ya basta. — Continuo.
— ¿Saben qué? — grite. — También tengo hambre, y no voy a morir de eso, es la muerte más estúpida que conozco. — Dije con severidad. Camine a la puerta y salí de ahí. — ¡Norah! —grito mi madre mientras me alejaba, salí de los departamentos y caminaba por la acera, el viento frio pegaba en mi cabello y mi piel tibia. Caminaba mirando de un lado a otro mientras las personas pasaban de la misma apariencia o peor que la mía, al menos ya no me sentía mal por cómo me veía, había personas peores, excepto unos que otros que aún se mantenían limpios, no sabía cómo.
Seguía caminando cuando solté un largo suspiro y me senté en la esquina de acera, moría de hambre, por la inercia o por destino, gire mi cabeza a la izquierda y del otro lado de la calle, en un callejón estaba el cuerpo de un hombre mayor tirado boca abajo, me levante de la acera, y mire para ambos lados, cruce la calle hasta el callejón, llegue ahí, me acerque a este silenciosamente. Judío tenía que ser, tenía el emblema en el brazo.
— Señor...— Susurre pateando su pierna leve, esperando a que despertará —Señor, despierte...
Me puse en cuclillas y lleve mis dedos a su cuello que aún estaba tibio. Estaba muerto, me apresure a tomarlo de la espalda y con toda mi fuerza lo gire boca arriba, tenía los ojos abiertos y alrededor de la boca tenia sangre, en el pecho en su camisa blanca cuatro orificios de bala y sangre fresca la adornaban, mire hacia atrás para asegurar que nadie me viera el acto tan asqueroso que estaba por hacer, me hinque de lado de él y comencé a revisar los bolsillos de su saco, en el una billetera que me apresure a abrir, gracias a Yahvé, o al destino había suficiente plata, la tome y los guarde en el vestido. — Lo siento señor, tengo hambre y tengo frío. — Le hable al muerto. Me levante le di la espalda al cuerpo y di unos pasos, cuando me detuve, gire a míralo y me acerque de nuevo, me hinque y con dificultad le quite el saco, me lo puse, era cálido, cómodo y me quedaba bastante grande, en su mano izquierda un reloj dorado, se lo quite con toda la culpa de mi vida.
— Perdóneme señor, discúlpeme — suplique como si sus ojos abiertos me miraran. — Usted sabe que no hago esto por maldad. — Dije llorando. — No sabe cuánto lo envidio.
Le dije refiriéndome a su muerte pues el sufrimiento de ese pobre hombre ya había terminado.
— Gracias señor, descanse en paz. — Le dije y por último lleve mi palma a sus ojos que cerré. Lo mire con compasión y salí del callejón, percatando que nadie me mirara.