La Sombra del Magnate [2]

Capítulo 18

 

Capítulo 18

Aurora Flecher

Regresé a la realidad cuando un inmenso e intenso dolor se adueñó de todo mi ser. Lo que sentí fue tan horrible que un desgarrador grito se me fue arrancado.

—¡Ah!

Cerré los ojos y llevé mis manos hasta mi pierna, intenté masajearla, pero la molestia no quería ceder.

Mis ojos se abrieron cuando unas manos tomaron mi pierna y la regresaron a la cama.

—Tienes una herida en la pierna izquierda, al bajarla de la cama y ponerla en el piso, te lastimaste — un Alexander recién levantado explicó.

Respiré hondo, dejé que mi cabeza chocara con la cómoda y blanda almohada, miré el techo y luego, observé al hombre que tenía a un lado.

Miré sus ojos y él los míos.

La blancura de un blanco papel se reflejaba de la misma manera en su piel. La oscuridad de un agujero negro era insignificante ante el azabache de su pelo. Las cejas pobladas se presentaban manteniéndose arqueadas. Su nariz se veía tan recta como lápiz recién hecho, y sus ojos, el lugar donde se podía ver claramente dos de los océanos más bellos jamás creados. Un azul que rosaba lo perfecto, lo sublime, ojos que eran capaces de lanzar ese tipo de miradas que te hacían creer que eras el único ser en la faz de la tierra y aunque tú sabías que no era cierto, ellos hacían que tú lo olvidaras.

—Me gustaría levantarme de aquí — confesé.

—Debes comer — dijo.

Recogió la almohada y la sábana que se encontraban en el piso y después, salió de la habitación dejándome con muchas preguntas y escasas respuestas.

Fruncí el ceño poco después de que Alexander se fue y empecé a mirar cada una de las cosas que estaban en el cuarto.

¿Dónde estoy?

—Frutas y jugo de naranja — susurró Alexander al entrar en la habitación con un platillo y un vaso de cristal en las manos.

—¿Dónde estoy, Alexander? — pregunté — ¿Dónde estamos?

—En la casa donde pasaba mis vacaciones de verano cuando era adolescente — respondió.

El hombre dejó el plato con fruta y el vaso con juego en la mesita de noche.

—¿Qué pasó con el hombre que...? — no me dejó terminar.

—Está de paseo en el infierno — contestó.

—¿Tú lo conocías?

— Después de que mis padres fallecieron, tres hombres que trabajaban para mí decidieron renunciar, yo no me opuse, de hecho, lo entendí, ellos convivieron con mis padres por años y creí que se sentían afectados, pero no era todo lo contrario.

—¿A qué te refieres? — arrugué las cejas.

—Ese que anda haciendo la visita al infierno, fue uno de los tres hombres que renunciaron aquella vez.

—¿Cómo?

—Come — dijo — Tienes que recuperar fuerzas, para poder irnos de aquí.

—¿Y por qué me trajiste de aquí?

—No podía ir hacia la entrada del pueblo contigo en brazos, era demasiado peligroso — se sentó en la cama — Era más conveniente venir a un lugar conocido por pocos — continuó mirándome — Desde aquí podía curarte y planear un escape menos peligroso.

—¿Y mi hijo? — el corazón se me volvía añicos — ¿Cómo está? ¿está bien?

—Nuestro hijo está bien y a salvo.

—¿Ha preguntado por mí? — las lágrimas brotaban de mis ojos.

—Sí — afirmó.

Entraba las futas de mi boca cuando de la nada, una extraña sensación hizo que me removiera incomoda, dándome cuenta así de la enorme mancha de roja que había debajo de mí.

Puse mi mano en mi boca y me quedé mirando la mancha.

Alexander se levantó de la cama con una sonrisa en los labios.

—¿De qué te estás riendo? — entre cerré los ojos — ¿Eh?

Hablé y a la vez me pasé el dorso de una de mis manos por los ojos, para así limpiar mis lágrimas.

—En el baño hay compresas sanitarias — me dijo.

—¿Qué? — grité — ¿Por qué hay compresas sanitarias aquí?

—Las compré unas horas antes de que despertaras — él intentaba esconder la sonrisa que luchaba por escapar — En la madrugada, mientras dormías, te volteaste y pude notar la mancha.

Lo miré perpleja.

—Gracias — agradecí.

A pesar de que estas son cosas completamente normales, por las cuales ninguna mujer debe avergonzarse ni sentirse mal, yo no puedo evitar no sentir como mi rostro se quema y arde.

—No tienes que sonrojarte por eso — habló Alexander — Te doy espacio.

Me siento como una adolescente que acaba de mancharse el pantalón frente a sus compañeros del colegio.

¡Carajo!

Pongo el platillo con fruta en la mesita de noche, salgo de la cama con sumo cuidado y voy hasta el baño.

No me molesto en poner los ojos en el alrededor y me pongo a buscar las compresas. Cuando las encuentro solo me dan ganas de darme una cachetada, estoy hecha un desastre.

Un grito de frustración sale de mí.

— ¿Aurora? — escuché la voz de Alexander.

Un fuerte escalofrío escaló mi espalda, causando que me removiera un tanto incómoda.

Cerré los ojos.

¡Ay, Dios mío!

¿Por qué me pasan estas cosas a mí?

— ¿Sí? — dije.

— Abre la puerta — pidió.

Miré la puerta con una ceja alzada.

—¿Para qué? — pregunté.

—Hace unas horas compré algo para ti — explicó.

Me acerqué a la puerta y la abrí. Y ahí lo vi a él, con el cabello revuelto, con una camisa desabotonada y una bolsa en una mano.

—¿Qué es? — inquirí.

— Ropa interior — contestó.

No pude evitar que mi rostro se mostrara aliviado.

— Te lo agradezco — dije tomando la bolsa.

Le eché un vistazo a lo que se encontraba dentro de lo que Alexander me había dado.

—Son de tu talla — susurró.

— Gracias — hablé.

Iba a cerrar la puerta del baño, pero justo cuando iba a hacerlo fruncí el ceño y en mi mente se escucharon nuevamente las palabras que dijo.

—¿Qué? — me di la vuelta — ¿Cómo qué son de mi talla? — lo miré — ¿Cómo sabes mi talla? — pregunté.




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