La sombra sobre las flores

Capítulo 1

Los recuerdos que tenemos de nuestra infancia son raros, recordamos cosas puntuales, buenas y malas, aunque las malas se sostienen más en el tiempo. Miramos hacia esa época con la sensación de tener dos buenos recuerdos por cada diez malos, una proporción que para muchos no se vincula a una infancia infeliz más allá de que no da la cuenta. Algunos recuerdos parecen insignificantes por su contenido pero quedan presentes en la mente como lo haría un trauma, convirtiéndose en una sombra en algún aspecto de nuestras vidas.

Los recuerdos de mi infancia están relacionados a la muerte de mi papá: situaciones aisladas donde descubría que ya no estaba con nosotros, mi mamá llorando a escondidas, mi tío diciendo con una sonrisa cuánto me parecía a mi papá, mi hermana durmiendo en un moisés mientras mamá atendía nuestra tienda. Esos eran todos mis recuerdos. Me pesaban un poco y definieron varias cosas en mi vida, empujándome en direcciones concretas.

Pero el recuerdo que más me afectó y creó una pequeña sombra sobre mí fue uno con mi mamá a mis doce años. Ya cargaba con la sensación de no ser como los demás chicos, al menos no igual a los que conocía, y en la escuela siempre andaba metido en los grupos que armaban las chicas. No era algo extraordinario y cuando se reían de mí por querer jugar con ellas no me generaba ningún malestar. Desde mi punto de vista, se reían de todo y por todo. A mis compañeros les era igual reírse de una cosa u otra. Hasta que mi mamá plantó la semilla de la vergüenza.

Estaba sentado junto a ella viendo en televisión una película familiar de las que pasaban los sábados por la tarde aunque yo observaba a mi hermana jugar en el suelo con sus muñecas. A veces jugaba con ella pero ese día estaba ocupado pensando en detalles más técnicos, como la poca variedad de ropa que tenían las muñecas. No era un pensamiento al azar, a mi lado mi mamá tejía, o intentaba, ropa para el bebé de una amiga suya. Lo que me hizo prestarle atención a las muñecas y a sus guardarropas.

—¿Puedo tejer?

Sin detener su trabajo levantó la mirada, confundida por mi pregunta.

—¿Qué?

—¿Es difícil? ¿Puedo tejer?

Por un momento pareció no entenderme, luego bajó la vista para seguir con su proyecto de saquito. A ella le pareció que mi pedido era más molesto que inapropiado pero con doce años no me di cuenta que con su respuesta intentaba sacarme la idea de la cabeza y ahorrarse el tener que enseñarme.

—Tejer es de mujeres no de hombres —explicó sin prestarme mucha atención—. Y si haces cosas que son de mujeres se van a reír de ti.

Sabía que había cosas que eran propias de chicas y de chicos, más allá de la diferencia física. Lo veía en el uniforme de la escuela, en los baños separados, en las dos filas que hacíamos todas las mañanas, en la longitud del cabello, en los juguetes que recibía mi hermana que yo nunca recibí y viceversa; pero no entendía el trasfondo de esos detalles. Algunas veces me acusaron de hacer cosas de chicas por jugar con mis compañeras pero nunca lo había escuchado de un adulto hasta ese día.

—¿Si hago cosas de chicas te vas a reír?

Desafortunadamente soltó una risa que sirvió para llenarme de angustia.

—Preferiría que no hagas cosas de chicas —respondió aún riendo—. Tú ocúpate de hacer cosas de chicos, no me gustaría que se estén riendo de ti… a tu papá tampoco le gustaría, se pondría triste.

Me quedé callado viendo como tejía. Para ella la conversación no fue importante ni significativa, para mí explicaba y justificaba la risa de los demás. Que mencionara a mi papá agravaba todo el malestar. Ella tendía a evocarlo en dos situaciones: cuando algo era motivo de orgullo o cuando algo era motivo de vergüenza. Mi papá hacía de juez en labios de mi mamá, como a alguien a quien después, en el más allá, tendría que rendirle cuentas.

Un par de semanas después de esa charla seguía ocupando mi lugar en el descanso cerca de las chicas cuando se acercó uno de mis compañeros.

—Jero, nos falta uno para el fútbol.

Negué con la cabeza.

—Yo no juego, no me gusta.

Otro compañero se acercó y golpeó la cabeza del primero.

—¿Para qué le preguntas a este? —reclamó—. Se la pasa entre chicas.

Las risas no tardaron en confirmar que yo estaba haciendo algo mal. No se reían indiscriminadamente, por tener ganas de molestar; se reían con justa causa. En el siguiente descanso me mantuve lejos de las chicas y, rencoroso, también de los chicos.

No hice del hecho una tragedia, sino que lo convertí en una lección. Porque compartir descansos con las chicas no era lo único que me diferenciaba de mis compañeros. Tenía doce años pero me percataba que tenía más cosas en común con ellas que con ellos, en especial cuando suspiraban por los chicos de la televisión y, de vez en cuando, por alguno de nuestro colegio.

Decidí que debía ser más inteligente si no quería risas, burlas, ni que me acusaran de hacer cosas de chicas, así que me alejé definitivamente de ellas. Si no daba razones para burlas nada pasaría; y si nada pasaba, nada llegaba a oídos de mi mamá; y si nada llegaba a oídos de mi mamá, podía vivir sin vergüenza.

***

Al comenzar el secundario esa idea se reforzó. Las burlas y risas allí no eran simples burlas y risas, eran hostigamiento y humillación. Un mundo diferente al del colegio primario. Todo era más intenso y nada pasaba desapercibido para el puñado de chicos que se dedicaban a señalar a los desprevenidos e inseguros. Situaciones evitables si uno sabía cómo no llamar la atención… así que no salí muy ileso. Yo era al que llamaban cerebrito, al que le hacían burla con sonidos de ronquidos cuando levantaba la mano, cuyas calificaciones resaltadas por los profesores le valía miradas de fastidio. Si me descuidaba, mi mochila desaparecía y reaparecía colgada en algún lugar extraño para diversión de los bromistas de la clase.



#4373 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 11.11.2024

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