La sombra sobre las flores

Capítulo 2

Desde que murió mi papá y vi llorar a mi mamá, empecé a esforzarme con mis estudios, también en hacer todas esas cosas en casa que las madres pretenden de sus hijos y rara vez obtienen: ordenar, levantar los platos de la mesa, cuidar a la hermana menor, acatar indicaciones, saludar con respeto, guardar silencio frente a las visitas. Creía que eso la haría feliz, además de ser lo único a mi alcance, siendo pequeño, para alejar la tristeza de ella. A medida que crecí me acostumbré a que estuviera orgullosa de mí, a que me presumiera con sus amistades y que siempre preparara mi comida favorita cada vez que le mostraba mis calificaciones. Cuando la escuchaba contarle a algún cliente sobre el buen hijo que tenía, me sentía satisfecho con mi dedicación.

A pesar del tiempo transcurrido, seguí obsesionado con la alegría de mi mamá pero el secreto que ocultaba se contraponía a ese fin.

Una relación con otro chico era algo que en mi cabeza dejó de parecer un imposible y cada vez fantaseaba más con eso. Pero a cada fantasía le seguía el tormento de lo que diría mi mamá si se enterara y la imaginaba llorando como lloró cuando mi papá murió, porque para ella pasaría a ser un hijo muerto, o menos que eso.

Sus lágrimas derramadas en el pasado y las que podría derramar en el futuro me empujaban hacia un camino determinado: su felicidad. Pero tomar conciencia de eso no hizo que cambiara nada, sino que hizo que mis esfuerzos se sintieran más importantes y significativos. Estudiaba, ayudaba en casa, ayudaba en la tienda y revisaba las tareas de mi hermana. Así podía tener la esperanza de que si algún día descubrían que era gay, mi esmero por ser buen hijo haría todo menos terrible. Dirían: "Siempre se portó muy bien, lo menos que podemos hacer es seguir considerándolo como de la familia". Claro que eso era otra fantasía, nadie diría algo tan simpático llegado el momento. Pero ese era el sentimiento: compensaba el dolor que podría llegar a crear antes de que sucediera.

Por eso también el futuro tenía que ser algo que generara orgullo y pensaba mucho en eso. Me la pasaba tomando decisiones pasajeras que calmaban mi ansiedad sobre qué estudiaría, dónde viviría y cómo justificaría la eterna falta de novia. Las ideas me contentaban poco tiempo y cambiaba de opinión constantemente porque no daba con la respuesta correcta. La pregunta más importante era qué estudiaría, a qué me dedicaría el resto de mi vida, porque ese camino definiría lo demás. Una pregunta que pocos chicos de dieciséis años podían responder.

***

En la escuela no tenía inconvenientes ni con mis compañeros ni con mis calificaciones. Aunque me molestaban las tareas grupales, en esas donde mi calificación estaba en manos de otros. Casi siempre hacía equipo con las mismas personas y, casi siempre, hacía todo para asegurarme de que saliera bien.

Ese año, gracias a una de esas tareas, obtuve la respuesta que buscaba y supe cuál carrera seguiría. No me animaba a usar la palabra "vocación" porque sonaba a algo que se sentía de forma apasionada mientras que, en mi caso, basé mi decisión en la creencia de que me desempeñaría bien en la profesión, además de garantizarme la admiración de mi familia.

Para el descubrimiento el destino, o un profesor, mejor dicho, creyó que emparejar a los alumnos que nunca estaban juntos sería una experiencia provechosa. Tuvo razón, aunque no lo pensé así cuando lo anunció.

Me tocó con el peor de todos, con Antonio, a quien en mi cabeza llamaba "señalador profesional". Él se ocupaba de señalar cosas de otros, en especial cosas que intentaban disimular, para reírse y hacer reír. Nada escapaba de su atención: cortes de pelo, detalles en el uniforme, acné, tartamudeos, tropiezos, obesidad, anteojos… Antonio ponía más atención a lo que ocurría a su alrededor que a las clases. Él era lo que odiaba en las personas. Él era quien se burlaría de mí cada día de mi vida, sin descanso, si me viera leyendo revistas de ídolos o tejiendo.

Cuando el profesor nos asignó el trabajo que requería de una exposición, volteó a verme con una sonrisa feliz: sabía que yo haría todo. Pero por si acaso me ocupé de aclararlo al terminar la clase.

Fui hasta su asiento de mala gana

—¡Somos equipo! —celebró.

—Sí —respondí sin entusiasmo—. Voy a hacer el trabajo —indiqué y él asintió conforme— cuando lo termine, te lo paso y estudias tu parte.

Sin perder la sonrisa hizo un gesto negativo.

—No hace falta, si el trabajo está bien no nos van a reprobar.

Pero yo no me conformaba con no reprobar.

Hice y terminé el trabajo en dos días, luego realicé una fotocopia para dársela. No dejaría en su poder el original.

Esperé a que Antonio quedara rezagado después de clase para entregarle su parte.

—Marqué lo que vas a estudiar.

Me miró con descontento y desacuerdo.

—No hace falta.

—Sí, hace falta. Si no lo estudias, no voy a dejar que copies ninguna tarea.

Gruñó y bufó pero no replicó.

Después del fin de semana, impaciente como me tenía la idea de que parte de mi calificación dependiera de él, le consulté si había estudiado.

—No entendí nada —afirmó sin que le importara.

Los climas y los mares no eran difíciles.

El nivel de frustración y angustia en mí habrán sido altos porque me miró alarmado. Sentía que quería empujarlo, por la escalera de ser posible.

—No entendí —repitió defendiéndose— y no es mi culpa.

—Yo te explico, en una tarde lo podemos estudiar —ofrecí sin pensar, solo queriendo quitarle excusas a su flojera.

Tampoco le simpatizó esa idea.

—¿Cuántas veces copiaste de mis tareas? —recriminé.

Antonio miró alrededor y pensó un momento.

—Está bien. Pero una tarde y nada más, tengo cosas que hacer.

No me sentí cómodo con mi propia propuesta de ayudarlo a estudiar pero quería rescatar la mejor calificación posible con él a cuesta. Ir a su casa tampoco me entusiasmaba pero de ninguna manera llevaría a alguien que me desagradaba a la mía.



#15436 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 22.03.2024

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