Tendría que haberme dado cuenta cuando entró para que no me tomara por sorpresa pero no lo noté, no puse atención. Podría haber decidido en esos segundos qué actitud mostrar, qué cara poner, aunque dudaba que pudiera prepararme en tan poco tiempo. Fue solo cuando Valentín salió del cuartito y se acercó a nosotros que entendí las expresiones de mis compañeros. Claro que sus expresiones cambiaron, se normalizaron, cuando él entró a la zona detrás del mostrador donde nos reuníamos. Se apoyó en el mueble poco interesado en mi presencia, inspeccionó brevemente su ropa y sacudió algo que solo él veía antes de acomodarse el pelo. Rafael y Simón lo saludaron y, antes de que abriera la boca para responder, supe qué era eso que causó esa expresión de sobre aviso que me dieron. Valentín era lo que se llamaba afeminado. Estaba en sus gestos, su postura, en sus movimientos y luego confirmé que también en su manera de hablar.
—Hola —respondió con sencillez, sin ganas de adornar el saludo.
—Este es nuestro nuevo compañero, Jerónimo —presentó Simón golpeando mi hombro.
Levantó la cabeza y me dedicó una mirada dura mientras me daba la mano. Su apretón fue más firme que el mío, lo que evidenció, al menos entre nosotros, que quise soltar su agarre más pronto de lo que correspondía. Tomé conciencia de ese detalle y temí enrojecer pero no supe si lo hice o no. Tampoco pude controlar mi comportamiento y bajé la mirada haciendo de cuenta que un papel en el piso llamaba mi atención.
Los tres hablaron un momento, pasando novedades sobré qué estaba hecho y qué faltaba hacer. Yo me mantuve alejado en corazón y alma porque no podía salir de ese espacio hasta que terminaran la charla. Rafael dio la señal que me liberaba para que dejáramos el puesto al turno tarde y marcharnos. Fuimos al cuartito a buscar nuestras cosas donde traté de imitar la tranquilidad de mi compañero para disimular mi apuro. Al volver a pasar por al lado del mostrador para salir del local, las despedidas y las palabras siguieron, pero no pude participar por una repentina timidez que me atacó. Ni siquiera me despedí.
Una vez afuera, Rafael caminó a mi lado en lugar de irse en su dirección esperando que dijera o preguntara algo.
—No es malo —comentó ante mi silencio.
Se detuvo e hice lo mismo. Siguió esperando alguna palabra de mí y puso cara de problema.
—No es malo —repitió—, trabaja bien… —Estudió mi rostro antes de seguir—. Es cuestión de acostumbrarse. No sé, no es que me agrade, nunca lo hubiera elegido de compañero pero yo no decido eso —lamentó—. Él sabe cuál es su lugar, no se mete con nosotros y se ocupa de su trabajo.
Me miró con pena, como si entendiera mi incomodidad cuando en realidad la malinterpretaba.
—Espero que no renuncies por esto —trató de bromear.
Ni siquiera pude responder esa broma porque por dentro tenía ganas de no volver a ese local.
—Tengo que irme —murmuré.
Él asintió y me dio una palmada en el brazo antes de tomar su rumbo.
Cuando quedé solo sentí que volvía a respirar. Aun así no pude tranquilizarme, quedé alterado e inquieto, en mi cabeza no fluía otro pensamiento más que el deseo de no regresar al videoclub. La urgencia me empujó a tomar el autobús para alejarme y ponerme a salvo. A salvo de qué, no lo sabía.
Antes de entrar a cursar me senté en una plaza cercana a repasar apuntes y tomar el control de mi cabeza. Aunque siempre lo hacía para refinar lo que aprendía, ese día no conectaba los temas y en cada pausa recordaba el apretón de manos por el que mostré rechazo. En el aula pude distraerme y olvidarme del incidente, hablando sobre los exámenes, entreteniéndome con el asombro que les causaba mi entusiasmo a mis compañeros por la llegada de esas fechas. Pero cuando volví a la calle también volvió a mí el suceso en el trabajo.
En el regreso a casa mi angustia fue tomando forma, pensaba con más claridad y pude definir algunas de las sensaciones, en especial mi propia vergüenza. Después de la cena me excusé con cansancio y ganas de dormir para estar solo en mi cuarto, necesitaba resolver mis pensamientos. Me senté en la cama sabiendo que al día siguiente debía ir a trabajar y tenía que tener decidida mi actitud. Esa tarde Rafael me acompañó para darme la oportunidad de hablar y no lo hice, ni siquiera pude reaccionar de manera adecuada y escuché, como si estuviera de acuerdo, sus palabras que evidenciaban cierto asco.
Nunca me había sucedido cruzarme con alguien como Valentín, alguien a quien con solo mirar se podían sacar cientos de conclusiones. Todas las conclusiones de las que yo me alejaba, junto con sus burlas, rumores y condenas. Provocando lo que tanto me esforzaba por evitar, como las palabras de Rafael. Porque cuando Rafael habló con pena y resignación por tener semejante compañero de trabajo, en mi cabeza no se estaba refiriendo a Valentín. Su frase "él sabe cuál es su lugar" marcaba una manera de pensar, era un límite de tolerancia y una amenaza sobre la cual dudaba que fuera exclusiva a los manerismos.
***
Sin resolver nada, fui a trabajar. Temiendo que se dieran conversaciones respecto a Valentín y lo que representaba, temiendo que pidieran mi opinión. Esa mañana, medio cabizbajo, trabajé junto a Nadia, paranoico de que notara a quién había conocido el día anterior e hiciera un comentario. Como a ella le intrigaba que quisiera ser maestro me refugié en eso y hablé sin parar sobre las cosas que estudiaba, alejando cualquier otro tema de conversación. Cuando ella tomó su descanso, me quedé mirando con tristeza el calendario de turnos y horarios, observando el día que me tocaba trabajar junto a Valentín, pensando que él habría advertido que quise apartar mi mano de la suya. Pensando también que después de ese día sería más probable que buscaran mi opinión, que quisieran hacerme partícipe de charlas incómodas a sus espaldas. ¿Y qué podría hacer entonces?