Me gustaban mucho los almuerzos en casa y los extrañaba un poco desde que empecé a trabajar. Más allá de la comida deliciosa y la compañía, el almuerzo en casa tenía un extra particular: la oportunidad de ver las telenovelas que miraba mi mamá. Una práctica que llevaba tiempo perfeccionando. Siempre alguna novela coincidía con el almuerzo y mi mamá las miraba a modo de recompensa por pasar toda la mañana encerrada en la tienda. Mi hermana también las veía, aunque menos interesada, y esa situación me daba la oportunidad de sumarme como espectador. Cuando iba al secundario y tenía toda la tarde libre, me sentaba en el comedor a hacer mis tareas para mirar de reojo las novelas. Me gustaba el drama de la chica desgraciada, odiada por todos, con el mundo en su contra, y que, a pesar de su sufrimiento, lograba encontrar el amor y la felicidad. Suspiraba por tener un día esa suerte. Pero trabajando, me sentaba a almorzar sin entender qué ocurría ni que tan desdichada era la protagonista.
Sin duda esa era otra de las cosas que podrían considerarse "de mujeres" y por eso no me sentaba por mi cuenta a ver programas de ese estilo. Tenía la esperanza de poder ahorrar para comprar mi propio televisor, en la privacidad de mi cuarto sería libre de ver lo que quisiera. Pero hasta entonces extrañaría las telenovelas.
—¿Qué me vas a regalar cuando tengas tu primer sueldo? —preguntó mi hermana Agustina en uno de los cortes comerciales.
—No le pidas nada —ordenó mi mamá.
—Puede ser algo pequeño —interrumpí con humor.
Porque si era pequeño mi mamá no se quejaría y mi hermana obtendría su regalo.
—Un anillo. No, unos aros —se apuró en responder.
—Cuando me paguen vamos juntos a elegirlos.
Agustina le dedicó una sonrisa triunfante a mamá.
Mi hermana, con sus dieciséis años, estaba pasando por una etapa de pura vanidad. Cuidaba su cabello, cuidaba sus manos, cuidaba su rostro, demoraba en elegir su ropa, los accesorios nunca eran suficientes y le preocupaba verse tan bien o mejor que sus amigas. Envidiaba su derecho de poder darle importancia abiertamente a su aspecto y por eso me prestaba a todo lo que ella quería. Cuando paseábamos se detenía en todas las vitrinas de moda y en los puestos de revistas para ver a sus ídolos en las portadas, y yo vivía un poco a través de ella en esos momentos.
Al terminar la telenovela y el almuerzo quise ayudar a limpiar la mesa pero mi mamá me quitó los platos de las manos.
—Es tu día libre.
—Eso no importa.
Agustina, aún con su uniforme puesto, se acomodó en el sillón para buscar otra cosa para ver en la televisión.
—No gastes dinero en cosas que tu hermana no necesita —aprovechó mi mamá para aconsejar en voz baja—, úsalo en ti.
No discutí, solo sonreí. Y antes de que me diera alguna otra indicación, me puse a preparar café porque, si dependía de ella, ni siquiera me dejaría hacer eso. Mi mamá creía que si ella estaba presente, los demás no debían hacer nada. Me imaginaba que se debía a la culpa ocasionada por todos los momentos en los que tenía que estar en la tienda y nosotros debíamos arreglárnoslas solos.
Tomé una taza de café y me fui a la tienda. Allí mi tío Aldo estaría atendiendo por la tarde. Él era pintor de casas y cuando no tenía un encargo, se quedaba en la tienda, de la cual también se ocupaba de abastecer y darle mantenimiento.
Mi tío era una presencia particular en mi vida. Era el hermano menor de mi papá y, por lo tanto, lo más cercano a él. Queriéndolo o no, hizo un poco de padre. Funcionaba como una representación que llenaba huecos en cumpleaños, actos escolares, fiestas y cualquier situación de importancia en nuestras vidas, incluso cuando nos enfermábamos. Yo tenía más recuerdos de él que de mi papá.
Cuando era chico me decía con orgullo que me parecía a su hermano y en ese entonces me hacía feliz escucharlo señalar las comparaciones. Cada tanto mencionaba que tenía su mismo pelo o sus mismos rasgos o los mismos gestos o la misma facilidad con los estudios. Pero al crecer, esas observaciones dejaron de darme tanta alegría porque me hacían pensar en lo que nunca seríamos iguales y, sin duda, se decepcionaría. Él y mi papá, ambos, quedarían avergonzados si supieran que era gay. Aunque mi papá estaba muerto, así que él era una preocupación menos para mí.
En la tienda no había clientes, mi tío miraba hacia la calle ensimismado y de fondo sonaba una vieja radio. La estación pasaba música de los setenta y ochenta, la música de su época, como le gustaba decir, y la de mi papá. Volteó al oír que me acercaba y al verme su rostro se iluminó.
—Hace tiempo que no te veo por aquí.
Desde que sumé el trabajo a mi vida, salía de la casa y marchaba directo al Blockbuster, luego no volvía hasta la noche a causa de mis clases. El resto del tiempo me dedicaba a estudiar.
Dejé la taza en el mostrador; café negro, fuerte, sin azúcar, como a él le gustaba.
—Dentro de poco tengo exámenes y luego vacaciones. Voy a poder estar más tiempo en casa.
Me senté en una pequeña silla haciéndole compañía.
—¿Estás contento con tu trabajo?
—Sí, mucho.
Mentir sobre lo que sentía me salía muy fácil.
—¿Vamos a pintar la tienda este año? —pregunté para cambiar de tema, no quería pensar en el videoclub.
Mi tío contempló las paredes y el techo.
Todos los años, antes de Navidad, pintábamos la tienda para mantener su buen aspecto.
—Ahora estás trabajando —reflexionó—, no hace falta que te ocupes de eso.
—Pero yo quiero.
Se sonrió.
—Entonces pintamos después de tus exámenes.
Mi tío era una persona cautelosa, a pesar de su presencia en nuestras vidas, los años juntos y la confianza, él intentaba no forzar las interacciones. Como si temiera que alguien le reprochara que no era nuestro padre, también como si lamentara no ser nuestro verdadero padre. Cuando se sonreía de esa forma me daban ganas de decirle que para mí él siempre sería un padre. Pero yo también era cauteloso.