La sombra sobre las flores

Capítulo 11

Era extraño pero, en el fondo, me generaba cierto anhelo compartir los turnos con Valentín. Todo era incómodo y silencioso entre nosotros, o así lo sentía de mi parte, pero algo que no podía describir me hacía revisar el calendario buscando esos días. No dejaba de temer a los malos momentos que podían crearse por las miradas y actitudes de los clientes, siempre rogaba que nada sucediera y los fines de semana me ponía nervioso anticipando un incidente. Trabajar al lado de Valentín me inquietaba y, aun así, algo me impulsaba a esperar con ansiedad ese día. Una parte de mí deseaba que el turno pasara en paz, que nadie lo molestara, atestiguar que el mundo no era horrible todos los días. Así podía regresar a casa tranquilo y sin culpas, con la conciencia tranquila. A diferencia de las ocasiones en que alguien dejaba notar el desagrado que Valentín le producía, entonces volvía apesadumbrado, lamentando lo de siempre: que yo no hacía ni decía nada.

Como el día que un cliente alejó su mano de Valentín, no quería que lo tocara al darle el vuelto, no hizo escándalo, no dijo nada, incluso intentó disimular su expresión de asco, no quiso demostrar su rechazo pero el mismo fue más fuerte que él en el instante que creyó que lo tocaría. Mi compañero se dio cuenta y dejó el cambio en el mostrador. El cliente tomó aliviado el dinero para irse, luego nada más pasó. Miré a Valentín con ganas de pedirle las disculpas que ese cliente no le ofreció pero él siguió trabajando como si nada hubiera ocurrido, acostumbrado.

Aunque fuera un suceso en apariencia insignificante, que ocurría por unos segundos sin detener el curso de las cosas, me dejaba con una gran sensación de desesperación. Por eso no podía menos que admirarlo. Sobrevivía hechos que yo sentía que me matarían y al día siguiente iba a trabajar una vez más, con la misma determinación, dejando atrás esos pequeños maltratos pero preparado para recibir más. Lo admiraba y lo envidiaba. Y por eso, la otra parte de mí esperaba esos días en que compartíamos el turno para ver cómo mantenía su voluntad y entereza.

Parecía una maña mía vivir a través de los demás.

En los días de semana, que eran los más tranquilos, Valentín acomodaba y limpiaba en silencio, por su cuenta. Se paraba un rato en el medio del local a mirar el estreno de la semana, sin emitir opiniones como hacía el resto, hasta que entraban clientes. Luego contemplaba la calle sin ver lo que ocurría allí, concentrado en sus propios pensamientos. Como era habitual se mantenía alejado, hasta que recordaba, o decidía, que podía pasar parte del día detrás del mostrador sin preocuparse por mi presencia. Y yo lo observaba con atención todo el tiempo, con disimulo para que no se percatara. Reflexionando en su fuerza, que le permitía pagar el precio por ser él mismo, buscando la respuesta a la pregunta de si era más caro fingir o ser uno mismo.

Tal vez se debía a la separación sufrida con Ulises que comenzaba a cuestionarme más sobre cuál era el mejor camino. Porque también empezaba a sentirme cada vez más solo. Aunque no solía tener un contacto constante con él, sabía que lo vería tarde o temprano, y compartiría un momento con alguien a quien podía decirle lo que sentía, con quien podía ser quien era. Encuentros que funcionaban como vacaciones de la realidad. Pero eso se había terminado, mi vida pasó a convertirse en un silencio continuo e indefinido. Estar cerca de Valentín también era silencioso pero era lo más cercano a una compañía. En especial cuando se quedaba detrás del mostrador conmigo, que no se alejara de mí era como una especie de reconocimiento.

En uno de mis momentos de mayor introspección, Valentín se apoyó sobre el mostrador con ambos brazos, descansando su cabeza en sus manos, bostezando, cerrando los ojos mientras que, de manera imperceptible, tarareaba una canción que me era imposible adivinar. Uno de sus pies se movía al compás de la casi inaudible tonada. Era su nueva costumbre el relajarse sobre el mostrador, que llevaba días repitiéndose desde que se sentía más confiado en ese lugar. Y yo miraba la parte de atrás de su cabeza, ahogándome en mi silencio, sin saber qué decir ni de qué hablarle, preguntándome qué pasaría si le contara que yo era gay. Parecía la frontera que acabaría con la distancia, que rompería algún muro haciendo posible comunicarme, pero me daba vergüenza. Él juzgaría todas las ocasiones que miré hacia otro lado o me vería como un ser inferior por mantenerme escondido.

Bajé los ojos a su pie que se movía, llevaba la botamanga de su jean arremangada dejando ver los tobillos. No era habitual en los hombres doblar los pantalones de esa forma. A mi hermana le gustaba hacerlo con el overol que le regalé, decía que estaba de moda cada vez que mamá le llamaba la atención por doblar la prenda, explicando que sus amigas usaban los pantalones así. Pero él no lo doblaba tanto, apenas lo justo para entrar en esa tendencia y, a la vez, pasar desapercibido. Porque de seguro no querría llamar la atención, los hombres debían llevar el pantalón largo hasta tocar el calzado y las medias por sobre los tobillos. Ese detalle, esa coquetería, de dejar los tobillos a la vista era propio de las mujeres aunque el vello de sus piernas no tenía nada de femenino. Una mezcla polémica que hacía que ese capricho no fuera una cosa ni la otra. Seguí obsesionado con sus tobillos un buen rato hasta que el movimiento del pie se detuvo, cuando levanté la cabeza Valentín me miraba con el ceño fruncido.

—¿Qué? —reclamó.

Fue su reacción defensiva ante la extraña situación. No me asusté aunque sí me sorprendí de haber sido atrapado espiándoles los pies.

—Nada.

Desconfió pero volteó de nuevo hacia adelante ignorando mis tonterías.

Sentí el silencio ahogándome una vez más, quería decirle que me agradaba cómo llevaba sus pantalones pero las palabras y la fuerza para decirlas morían en mi pecho.

—¿Por qué me miras todo el tiempo? No te entiendo.



#15412 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 22.03.2024

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