El día del cumpleaños de mi prima Lurdes fui a trabajar para no asistir a esa reunión. No podía ni quería ir a fingir que me ponía feliz por su casamiento. Como tampoco podía ni quería ver a Ulises fingir que era feliz por lo mismo. Mucho menos tener que felicitarlo junto con el resto obligado por las apariencias, escuchando planes, bromas y deseos de parte la familia con respecto a la unión de la pareja. No podría dejar de mirarlo apenado y, si él me devolvía la mirada, mi presencia en esa reunión hasta se sentiría cruel.
Ese día me tocó hacer el turno junto con Simón cuyo buen humor contrastaba con el mío, afortunadamente era un viernes por la tarde y los clientes se desesperaban por llevarse películas. No hubo mucho tiempo para charlas y el trabajo me ayudó a no pensar en el cumpleaños ni en Ulises, por el contrario, cada tanto recordaba que al día siguiente compartiría el turno con Valentín y eso me aliviaba. Al final de la jornada estaba más relajado y me reía con las imitaciones que mi compañero hacía de los clientes.
—¿Y esto da miedo? —repetía una pregunta con exageración—. No quiero que mis hijas se asusten. —Tomó aire—. ¿Para qué lleva una película de terror? —se cuestionó indignado—. Y le digo, muy simpático yo: Es de terror. Pero el tipo no entiende y me pregunta de nuevo si da miedo.
Era normal sufrir ese tipo de consultas. Las personas buscaban nuestra opinión como si nos dedicáramos a ver las películas que ofrecía el videoclub, como si trabajáramos allí por algún fanatismo. Algunos nos preguntaban sobre directores o actores y nosotros no teníamos ninguna idea de lo que nos hablaban.
Mientras acomodábamos con la mayor de las prisas para irnos, una pareja golpeó la puerta del local. Simón les hizo un gesto de negación con la cabeza que demoraron en procesar antes de decidir dar por perdido el intento de conseguir una película.
—Si trabajaran aquí, tampoco abrirían la puerta —señaló con ironía.
También reí con eso.
—En la tienda de mi casa sucede lo mismo y más de una vez nos han tocado el timbre en el medio de la noche.
—La gente está loca —murmuró mientras ataba una bolsa con basura.
Dejó la bolsa cerca de la puerta y ambos fuimos al cuartito a buscar nuestras cosas.
—Hablando de gente loca —continuó Simón con un tono casual—, últimamente Valentín hace más turnos contigo.
Por suerte estaba de espaldas cuando hizo ese comentario. Traté de mantener la calma y puse mi mochila al hombro, su elección de palabras para referirse a Valentín, además de alertarme, me dejó un sabor muy amargo.
—¿Si? —respondí sin darle importancia, intentado hacerme el tonto
—Bueno, supongo que si no lo notaste no hay nada de qué preocuparse.
En una reacción inesperada de mi parte, lo miré sorprendido sin entender qué implicaba con esa afirmación. Él tomó sus cosas para salir del cuartito y lo seguí para continuar con la rutina de apagar las luces del local y sacar la basura.
—Si hace algo que te molesta —continuó— es mejor avisar.
Bajé los interruptores de las luces sintiendo que también me apagaba con ellas. Sabía que debía decir algo, defender a Valentín y reclamar fuera cual fuera la insinuación, pero no dije nada.
—Es mejor prevenir que tener otro problema —agregó tomando la bolsa con basura.
Me ponía paranoico cuando se hablaba de Valentín, tenía la sensación de que si no me mostraba en contra de él sospecharían de mí y no quería que ninguna de esas dos cosas sucedieran. Pero me preocupaba lo que había detrás de su consejo.
—¿Otro problema?
—Sí. Con Rafael. —Salimos a la calle y cerró la puerta con llave—. Tuvimos un compañero que renunció porque no quería compartir los turnos con Valentín y Rafael se enfadó. —Se volteó a verme con una sonrisa—. Pero tú no tienes problema, eres tolerante. Una paciencia digna de un profesor —halagó bromeando.
No pude devolverle la sonrisa, ni siquiera sentir simpatía. Caminó hasta el tacho de basura sin intenciones de continuar con el tema, para él no era relevante el desprecio hacia Valentín, el cual daba por sentado que era compartido por todos.
—Él no hace nada malo —dije llamando su atención. Pero mis palabras sonaron débiles, sin certeza, sin seguridad alguna, como un rumor—, solamente trabaja y nada más.
Algo le hizo gracia a Simón, tal vez mi voz lastimosa, tal vez mi rostro penoso.
—Mejor así.
No volví a hablar. Lo poco que me atrevía a decir no tenía ningún impacto, no servía. Requería afirmaciones más contundentes, firmeza y fuerza para defender a Valentín, no temer a los cuestionamientos y responder con convicción. Yo no tenía nada de eso.
Mi compañero subió a su moto, su casco siempre olvidado, antes de despedirse. Caminé hasta la parada del autobús entristecido por mi propia cobardía. Avergonzado porque deseaba llevarme bien con Valentín pero no sabía cómo hacerlo sin sentirme expuesto. Si nos hacíamos amigos, ¿cómo enfrentaría las miradas de los otros? No sería justo ser su amigo y consentir las burlas, el rechazo y los términos despectivos para dejar que creyeran que pensaba igual que ellos.
***
Al día siguiente sufrí un error de cálculos que me llevó a sentarme a desayunar junto con mi mamá y mi hermana, sin sospechar que lo único que harían sería hablar del cumpleaños de mi prima y el anuncio de su casamiento. Para ellas era una novedad y estaban muy entusiasmadas. Para mí era una tortura. Agustina no dejaba de pensar en la fiesta y la ropa que usaría, mi madre se emocionaba con el crecimiento de la familia.
—Es una pena que no hayas estado —me decía mi mamá—, el anuncio fue muy lindo.
—Lurdes se puso a llorar —contó mi hermana.
—No es para menos. El día de su casamiento va a ser uno de los días más importantes de su vida.
Yo tomaba café y comía tostadas sin participar de la conversación, a pesar de que la charla estaba dirigida a mí con la intención de comunicarme los detalles del anuncio.