Ese mismo día, más pronto de lo esperado, de la forma más inevitable, mis nuevos valores fueron puestos a prueba. La vida no permitiría que yo escogiera la manera ni el momento para dar el paso que necesitaba dar, ni siquiera me otorgaría tiempo para prepararme. Con urgencia, me puso en una situación en la que mi cobardía ganaría un terreno definitivo, demostrando frente a Valentín la veracidad de mis intenciones, si hacía lo que siempre hacía: callarme.
Al llegar al trabajo, Simón y Rafael estaban impacientes por reunirse con Nadia y conmigo. Cuando los cuatro estuvimos juntos en el cambio de turno, Simón se encargó de hacer el anuncio.
—Dentro de poco es Navidad y, aunque no tengamos árbol de Navidad en el local —aprovechó para quejarse—, podemos jugar al Santa secreto.
Nadia fue la primera en reaccionar.
—¡Sí!
—Pero tenemos que poner un tope para los regalos —advirtió Rafael—. No hace falta que el regalo sea caro porque no ganamos una fortuna.
—Es verdad —convino Nadia—, tengo que hacerle regalos a mi familia y amigas.
—Algo pequeño entonces. —Simón juntó sus manos formando un círculo para enfatizar la idea—. Podemos hacer el sorteo ahora ya que estamos juntos.
Tomó un pequeño papel que rompió en pedazos más diminutos en los que escribiría nuestros nombres. Pero solo separó cuatro papelitos. No me sorprendí, hasta lo presentí en el momento en que se propuso el juego del Santa secreto. Aunque Valentín fuera tolerante no podía participar en una actividad que lo excluía de una forma tan grosera, lo que habíamos compartido todos esos días terminaría en el tacho de basura más profundo y sucio del mundo. Mientras Simón escribía, el tiempo se me acababa para decir algo. El corazón se me aceleró.
—¿Y Valentín?
Los tres me miraron confundidos.
—¿Qué pasa con él? —cuestionó Nadia.
—Tendría que participar.
La confusión se convirtió en una silenciosa sorpresa.
—No creo que quiera —intentó descartar Simón antes de seguir escribiendo nuestros nombres.
De nuevo sentí que mis palabras no tenían ningún peso, ningún impacto, salían de mi boca pero no hacían ninguna diferencia.
—Podríamos preguntarle —insistí.
Se miraron entre ellos, a la espera de que sea otro el que dijera lo que no querían decir. Rafael optó por ocuparse del trabajo sucio.
—La verdad es que no me gustaría recibir un regalo de él.
Nadia y Simón quedaron serios, desviando sus miradas, como si no quisieran hacerse cargo de las palabras de nuestro compañero pero permitiendo que hablara por ellos.
Temía a los enfrentamientos, solo sabía complacer con amabilidad o silencio, preocupado por las consecuencias, las cuales, en mi cabeza, sucedían en una cadena infinita hasta alcanzar a mi familia. Pero, delante de Rafael, la cadena infinita se desviaba hacia otra dirección, hacia Valentín.
—Él es parte del grupo.
—El alma noble de un futuro profesor —intentó bromear Simón, adelantándose a cualquier otro intercambio, esperando que eso acabara con la discusión.
De repente, el impulso que tomé para animarme a protestar me empujó más allá.
—No se trata de eso, se trata de hacer lo correcto.
Miré a Rafael, que funcionaba como portavoz del rechazo, preparándome para otra frase desagradable a la cual yo respondería que me retiraba del Santa secreto.
—No hace falta que nos pongamos de acuerdo ahora —dijo con paciencia—. Tenemos tiempo.
La tensión no me permitió ver que en realidad no se trataba de un acto pacifista de su parte, estaba sucediendo otra cosa. Nadia y Simón asintieron mostrándose de acuerdo en aplazar el sorteo de nombres.
—Me voy —anunció Simón con humor, apurando a su compañero—, mi amor por el trabajo se terminó a las cuatro.
Cuando salieron del sector de la caja para dejarnos el turno a Nadia y a mí, escuché a Simón murmurarle a Rafael "te lo dije". Quedé agitado con esa frase; hablaban y sospechaban a mis espaldas de algo que ese día les terminé de confirmar, fuese lo que fuese.
Nadia siguió trabajando como si nada hubiera sucedido, tan indiferente al desacuerdo que se notaba que era a propósito. La imité en silencio, con la sensación de que ya estaba hecho, había cruzado una frontera que me acercaba más al mundo de Valentín y me alejaba de ese al cual no pertenecía. A medida que pasaban las horas, la sensación crecía, aumentaba en tamaño, se extendía más allá de mi cuerpo. Aunque fuera solo en el trabajo, aunque fuera solo un desacuerdo, el suelo se tambaleaba bajo mis pies, y, frente a mí, aparecía la posibilidad de un rumbo diferente para mi vida, del cual, de tomarlo, no tendría retorno.
Si el asunto del Santa secreto no era suficiente, en algún momento sucedería otro intercambio con mis compañeros donde mi postura respecto a Valentín seguiría siendo evidente. Más hablarían, más sospecharían y más se acercarían a la verdad. La incertidumbre de lo que pasaría después de eso, junto con su espera, me aterraba y a la vez carecía de importancia. Una vez que el desprecio hacia mi persona se implementara, me acostumbraría, o eso esperaba.
Al final de la jornada, después de que el último cliente se fuera, Nadia me miró preocupada. Parecía haber pensado mucho en lo que sucedió en el cambio de turno mientras actuaba como si no importara.
—Lo que hiciste hoy, no vale la pena.
—¿Qué cosa?
—Ponerte del lado de Valentín.
—Es lo correcto —repetí resignado mi discurso.
—No se trata de que sea correcto o no. No vale la pena porque harás que te aparten —dijo con una extraña frialdad, sermoneándome—. Es un consejo, nada más.
***
Al día siguiente compartí el turno de la mañana con Simón, quien también actuó como si la propuesta del Santa secreto nunca se hubiera hecho. Al igual que Nadia, su acto hacía evidente que intentaba crear una normalidad que era anormal entre nosotros. Hablaba poco, lo que no era propio de él, pero intentaba compensarlo mostrándose animoso las veces que decidía charlar.