Algo amargo se quedó en mí como una especie de mal presentimiento. La actitud desanimada de Valentín y su idea de que me cansaría de él presagiaban una catástrofe. No tuve dudas de que se daba cuenta de lo que yo sentía y su reacción parecía de problema, mi interés era inoportuno para él. Se me ocurrió que podría tener novio pero esa sospecha no tenía mucho sustento después de todos los días que pasamos juntos. Luego pensé que podría ser un novio oculto, una relación clandestina como la que viví con Ulises, del que podría estar enamorado, con quien tenía un vínculo ya formado. O un amor imposible, alguien que no podía corresponderle pero ocupaba un pedestal en su vida. También existía la posibilidad de que hubiera terminado recientemente una relación y, recuperándose de la misma, no deseaba compromisos con otra persona.
La peor posibilidad era que, con o sin ninguno de esos escenarios, yo no le gustaba en lo absoluto.
Pero de todas, esa última suposición, aunque me asustaba, no me convencía. Podía ser que estuviera confundiendo cosas, malinterpretando la vulnerabilidad que me permitió ver, pero siempre estaban allí las miradas, los gestos y los momentos de intimidad, haciendo germinar la esperanza de que algún sentimiento podía ser recíproco. No me parecía un detalle menor que se diera cuenta de que me gustaba y, aun así, soportara mi compañía.
***
Esa noche no pasó de largo, me vio y se detuvo cerca de mí. Serio, con una determinación en la mirada que me espantó.
—Tengo que decirte algo.
Asentí con el corazón oprimido. Me pondría en sobre aviso del porqué no existía ninguna chance de que nuestra relación creciera.
—Estás medio loco pero eres buena persona y no quiero aprovecharme de eso. Por eso me parece justo que sepas que pierdes el tiempo conmigo.
Dijo todo sin inmutarse, decidido, sin demoras ni vacilación sobre ninguna palabra. La frase estaba planeada y ensayada, una recitación hecha para crear una pared entre nosotros, una luz roja para detener cualquier afecto. Sin maldad pero con la dureza de quien actúa ante una necesidad.
Derrotado y herido solo tenía una única cosa a la que aferrarme: su amistad.
—No pierdo el tiempo porque me caes bien —respondí testarudo pero con sinceridad.
Temía preguntar la razón puntual por la cual era rechazado, quería extender la realidad en la que no existía un tercero, en la que mi compañía no era un relleno. Que yo no le interesara sin motivo pasó de ser la peor posibilidad a mi mejor opción.
—El asunto es que no puedo regresarte ese tiempo. —Miró preocupado hacia la dirección de donde venía su autobús, vigilando si este aparecía—. Todo lo que haces por mí yo no puedo hacerlo por ti. Tendría que habértelo dicho mucho antes.
Bajó la mirada al suelo descontento, demostrando que lamentaba lo que decía.
—No lo hago para que me regreses nada —murmuré—. Creí que nos llevábamos bien, que te agradaba.
Levantó la cabeza, sus ojos se quedaron en los míos confirmando que no me equivocaba. Era recíproco, no había dudas. Después de un momento tomó aire.
—El problema es que yo no tengo tiempo. No quería contártelo pero no vas a entenderlo de otra forma. —De nuevo volteó hacia el lado del que debía venir el autobús—. Vivo con mi papá —soltó con amargura— y él no está bien de salud. Lo cuido y me ocupo de la casa por eso no tengo tiempo. No es algo que se va a solucionar ni a corto ni a largo plazo, así que ni a corto ni a largo plazo voy a poder regresarte las molestias que te tomas conmigo.
Quedé sorprendido por la confesión, también confundido, se alejaba de todas las cosas que pasaron por mi mente, de todas las posibilidades y fantasías. Sentí como si hubiéramos estado hablando en distintos idiomas todo ese rato.
—Es mejor que te vayas a casa —agregó antes de dirigirse hacia la parada del autobús.
Rápidamente lo seguí y me puse a la par, culpable por haber estado imaginando motivos tan superficiales que nada tenían que ver con la situación real.
—No necesito que me regreses nada.
—Era obvio que no ibas a entenderlo —reprochó.
En la parada noté que Valentín estaba afectado, se veía molesto y dolido al mismo tiempo.
—Lo siento si fui insensible en algún momento.
Eso lo hizo reaccionar.
—No estoy enojado —afirmó.
El autobús llegó y nos mantuvimos en silencio dentro de él. Valentín quedó entristecido. Era cierto que no entendía y no lograba salir de la confusión en la que me encontraba, principalmente porque me faltaba información. Sabía muy poco sobre él y nada sobre su familia. Lo que me acababa de contar no tomaba forma en mi cabeza, no porque no le creyera sino porque no podía visualizarlo. Al bajar emprendimos la marcha, él seguía apagado.
—No pienses que debes devolverme algo. Con que me soportes estoy más que contento.
Frunció el ceño acusándome de demente, exagerado y cursi, todo al mismo tiempo.
—No sé si valga la pena discutir contigo —replicó con sarcasmo—. Ya te vas a cansar de esto. Estás advertido.
—No me voy a cansar.
Mi respuesta solo lo perturbó un poco más.
Cuando llegamos a la esquina de su casa, se balanceó sobre sus pies pensativo e indeciso.
—No le cuentes a nadie lo que te conté.
—No me dan muchos ánimos de charlar con nuestros compañeros, así que no te preocupes —intenté bromear para aliviar su humor.
—Me preocupa que quieras defenderme en alguna discusión absurda y lo cuentes.
Asentí de acuerdo con su lógica.
—¿Tu papá está muy mal? —pregunté con duda.
Valentín se molestó con mi curiosidad.
—No voy a hablar de eso.
Volteó para irse a su casa. Como si lo hubiera ofendido, tuve la necesidad de demostrar que las cosas que decía, desde que no me cansaría de él, que no debía regresarme nada, hasta preguntar por su padre, no eran palabras vacías, ni palabras de loco, ni palabras de compromiso.