Tener el domingo libre para acompañar a Agustina a la colecta me salió muy caro. Para la víspera de Navidad y Fin de Año el videoclub abriría de diez a dieciocho y, en lugar de hacer dos turnos, nos repartimos esos dos días. Por esto me tocaba descansar la víspera de Navidad y trabajar en Fin de Año, pero Nadia, la única con día libre el domingo de la colecta, ofreció cubrirme solo a cambio de reemplazarla el 24 de diciembre.
Cargados con tartas que nuestra madre había preparado como aporte a la colecta, fuimos a la escuela. Aldo se ofreció a llevarnos en su camioneta, una vieja pickup que usaba para trasladar sus herramientas de trabajo así como mercadería para la tienda.
—Podríamos esconder algunas porciones para nosotros —propuso Agustina mirando las tartas que cargaba sobre sus piernas.
—No voy a dejar que hagas eso.
Hizo un extraño puchero descontenta por mi falta de apoyo.
—¿A qué hora termina esto? —preguntó Aldo.
—Como a las seis —respondió mi hermana— pero nosotros terminamos cuando se acaba la comida y siempre se termina rápido.
—Puedo venir a buscarlos.
—No hace falta —rechazó con alegría y pavoneo—, después de terminar de vender la comida, nos vamos al cine.
Aldo asintió sonriendo, con una expresión algo emotiva que aparecía cada vez que mi hermana y yo hacíamos cosas juntos.
—¿Qué van a ver?
—La boda de mi mejor amigo.
Volvió a asentir como si comprendiera de qué película hablaba.
Nos dejó en la puerta del colegio. Agustina cursaba en la misma secundaria donde yo estuve. Cada vez que regresaba a ese lugar, por un acto o evento, me parecía que estaba en mejor estado, con mejor pintura, el patio más arreglado, los árboles más prolijos. Ese año, incluso, se instaló un semáforo en la esquina y carteles para que los automovilistas no pisaran a ningún estudiante.
Los portones estaban abiertos y dentro del patio la colecta tenía dos sectores. En uno se recibían ropa y juguetes, en el otro se vendía comida, postres y café, todo donado para recaudar dinero. Hacia ese segundo sector nos dirigimos. En mesas tomadas prestadas de las aulas, estaban acomodando la comida y los postres. Todo separado y ordenado por categorías. De un lado las cosas saladas y del otro las cosas dulces. Los pasteles, brownies, mermeladas, budines, bizcochuelos y tartas ocupaban la mayor parte del sector de comida. Agustina fue recibida por una señora que no tardó en señalarle el lugar que debía ocupar: detrás de un grupo de mesas que reunían las tartas, junto a otras mesas donde se ofrecía café.
Tomamos un par de sillas y me senté para comenzar mi propósito de acompañarla, dejando que ella se ocupara de acomodar las tartas que llevamos y las que otras personas entregaban. Rápidamente me distraje con una señora nuestro lado. Sentada también en una silla escolar, tenía a sus pies un bolso abierto desde donde subía un hilo de lana verde con el cual tejía. Me quedé mirándola mientras movía sus manos y charlaba con otra mujer que se encargaba del café.
—Hay que cortar esto —se quejó Agustina.
Se quedó jugando con una servilleta de papel, esperando.
—Yo no voy a cortarlo —avisé.
Con su plan frustrado, buscó un cuchillo y comenzó el trabajo de dividir las tartas en rodajas. También preparó las servilletas, los platos y tenedores de plástico.
El aroma de hamburguesas comenzó a invadir el patio y, de a poco, los curiosos que miraban tímidos desde la vereda entraron a revisar la comida que se ofrecía. Luego llegaron los vecinos, alumnos, profesores y familiares que acercaban sus colaboraciones. El sector que recibía ropa y juguetes se mantenía ajetreado con sus charlas y donaciones.
Agustina observaba impaciente todo el movimiento, aburrida de estar confinada detrás de unas mesas ofreciendo tartas. Ella se encargaba de entregar las porciones y yo de cobrarlas. Pero, a pesar de la gran cantidad de postres, la estrella de la feria era la parrilla con hamburguesas y allí se amontonaban las personas.
—¿Quieres una hamburguesa?
Inmediatamente volteó a verme.
—¿Podemos comer?
Saqué mi billetera y le di el dinero.
—Una para ti y una para mí —aclaré por si era necesario.
Se demoró una eternidad en llegar a la parrilla, saludando gente e inspeccionando otras mesas, salir para una compra era la mejor excusa para evitar el trabajo y no la malgastaría. Cada vez que volteaba a ver si se encontraba haciendo la fila para ordenar las hamburguesas, la veía hablando con una persona diferente. No me sorprendía ni me molestaba, así era ella, envidiablemente despreocupada. Solo rogaba que recordara de debía traerme comida. Aproveché su tardanza para observar otro poco a la señora que tejía. No sé si mi interés era capricho o rencor pero ahí estaba, cada movimiento de sus manos revolvía algo en mi pecho.
Cuando Agustina regresó, nos turnamos para comer. La hamburguesa le devolvió las ganas de atender a la gente.
—Una de mis compañeras está ayudando en la parrilla —contó y de repente bajó la voz—, cuando la saludé olía a humo y carne. Las tartas son mejores.
Me reí de la tontería.
Más personas y curiosos llegaron a la colecta. Traían donaciones y, de paso, compraban comida. Algunos se iban rápido pero la mayoría se quedaba charlando, disfrutando del sol de la tarde y la compañía. Agustina puso atención a un extremo del patio donde un grupo de chicas de su edad se reunían bebiendo gaseosas, hablando y riendo. Las miraba como un preso mira la libertad.
—¿Las conoces?
—Son de mi clase —dijo con un lamento.
Suspiré, no podía con mi debilidad.
—Ve con ellas.
—¿Y las tartas?
—Yo me ocupo.
Hizo un ruido de alegría y en menos de un segundo me dejó solo. Ni siquiera se hizo rogar.
A un costado, la señora del tejido reía.
—Que linda es la juventud —comentó ante el abandono de mi hermana.