Después de mi confesión, Valentín se mantenía discreto y yo un poco apenado. Él creía que lo que sentía era pasajero, que me cansaría de su falta de tiempo, que olvidaría nuestro acercamiento y que su existencia se volvería irrelevante. Pero cuanto más lo miraba más seguro estaba de que nada de eso pasaría y, aunque deseaba insistir, asegurar y prometer, tenía un gran problema que resolver: mi cobardía. En el siguiente turno que compartimos, un nuevo suceso desagradable ocurrió con otro cliente que me dejó con la sensación de urgencia con respecto a la resolución que me demoraba en tomar.
Por la tarde, con las vacaciones y las fiestas en puerta, los clientes más jóvenes daban vueltas dentro del local, ociosos, sin saber qué hacer ni qué película mirar. En la relativa calma, Valentín atendía en la caja y yo limpiaba un maltratado sector de la alfombra. A mi lado, un grupito de tres adolescentes miraba con gracia a mi compañero. Se reían entre ellos y me di cuenta que algo planeaban cuando dos apuraron al tercero que llevaba películas en las manos. Dejé de limpiar para observarlos mientras se acercaban al mostrador. En silencio puso las cajas al alcance de Valentín, quien las registró y comenzó a indicar las fechas de devolución de cada una a medida que las colocaba en una bolsa de plástico. El grupito no era nada disimulado y la mala cara de mi compañero demostraba que se percataba de la actitud burlona que proyectaban. Al darle las películas, el cliente decidió que ese era el momento para llevar a cabo su plan.
—Gracias por la explicación —habló agudizando la voz y exagerando una tonada femenina para divertir a sus amigos—, nunca me acuerdo si son dos días, tres días o cinco días. Me mareo.
Sus ganas de reír no le permitieron seguir con la burla pero Valentín no desaprovechó esa pausa.
—Que natural te salió —respondió con falso asombro.
El cliente enrojeció ante el contraataque provocando risas en sus amigos. Tomó las películas de mala gana y se fue amenazando a los otros dos para que lo dejaran en paz.
Mirando la escena me sentí insignificante.
Valentín quedó desanimado. De todas las faltas de respeto que recibía, la burla parecía afectarlo mucho más que los cuestionamientos y demás ataques prejuiciosos. Me acerqué al mostrador sin saber qué decir, avergonzado por mi incapacidad para evitar que esas cosas siguieran ocurriendo, pero queriendo hacer algo para animarlo.
—Sé que dije que iba a cerrar la boca pero… se lo merecía —se justificó molesto.
Cabizbajo y serio, pasó sus dedos por el teclado de la computadora, observé la delicadeza del movimiento y no pude ignorar el leve temblor de su mano.
—Cuando salgas no vas a estar solo, yo voy a acompañarte hasta tu casa. —Me apoyé en el mostrador—. No va a pasar nada malo si estamos juntos.
Sonrió con amargura.
—Eres demasiado amable conmigo —advirtió como si se tratara de un error de mi parte.
—Me gustaría serlo más.
Levantó la cabeza para mirarme, sin emitir ninguna queja, ni verbal ni gestual, sobre mi afirmación pero preocupado por lo que insinuaba.
—Hay muchas cosas que me gustaría hacer —continué sin control—. Prometo que la próxima vez que alguien te falte el respeto no voy a quedarme callado.
Mi promesa era impulsiva, una necesidad de demostrar lo que sentía con acciones, de ser tomado en serio. Valentín frunció el ceño.
—No hagas tonterías para quedar bien conmigo, no hace falta.
—Ya está decidido —aseguré con un extraño orgullo.
—Estás loco.
Luego de la acusación, olvidando el mal momento vivido con los clientes, siguió trabajando para no darme oportunidad de seguir diciendo cosas incómodas.
La promesa me dejó con sentimientos encontrados; era irreversible y me obligaba a dar el paso que más temía dar, eso se sentía como un progreso, de ahí venía ese peculiar orgullo, pero no dejaba de ser terrorífica la idea de enfrentar a las personas. No podía responder cómo lo hacía Valentín, la mente se me ponía en blanco, y defender causas no era mi fuerte, aunque se tratara de mi propia causa. Lo único que sabía hacer era contentar para no molestar.
Al cierre, Valentín intentó disimular su inquietud pero sus ojos no dejaban de inspeccionar los alrededores. Sentí su prisa por alejarse del video club, se me contagió, y, sin mencionar el hecho, caminamos rápido hasta la parada del autobús.
—¿Tanto te gusto como para arriesgarte a cruzarte con un desquiciado?
—Sí.
Estuvo a punto de decir otra cosa pero desistió. Sonreí ante su duda.
—Y no espero ni quiero nada a cambio.
Se quedó pensativo mirando la calle.
—Vas a ver —dije llamando su atención— que no voy a cansarme de ti. Es una promesa.
—Hoy estás lleno de promesas.
Asentí.
—¿Hay alguna promesa que quieras que haga? —ofrecí jugando.
Valentín soltó una pequeña carcajada de sorpresa haciendo un gesto negativo para rechazar mi oferta.
En el autobús su buen humor se mantuvo, su expresión reflejaba una discreta tranquilidad y alegría, suficiente para que me fuera difícil no mirarlo. Que se mostrara contento a mi lado me llenaba de una felicidad que nunca había experimentado.
Camino a su casa la armonía se mantuvo y por un rato tuve la sensación de que no existía nada en el mundo que pudiera entristecernos.
—Voy a hacerte una promesa a ti —anunció de repente.
—¿Cuál?
—Voy a dejar de decirte loco o demente. No eres loco, eres buena persona. Bueno conmigo a pesar de mi trato.
Su deseo de querer hacerme una promesa me hizo sentir importante y el contenido de la misma funcionaba como un reconocimiento. En cierta forma, devolvía mis sentimientos, no tuve dudas al respecto.
—Siempre voy a ser bueno contigo, no importa cómo me llames.
Rio animado por mi afirmación.
—Seguro que así será.