Entre tantos cambios de turno a causa de las festividades no fue complicado que Valentín y yo compartiéramos la primera jornada después de Navidad.
Terriblemente ansioso, esperé frente a la puerta del videoclub a su llegada y, siendo un día de semana, nadie me acompañaba en la vereda, lo que haría más íntimo y personal el encuentro. Llevaba conmigo el collar que quería regalarle y mi mente solo daba vueltas sobre el momento en que se lo daría, imaginando gestos, expresiones y palabras, con el anhelo de ver reflejado en ellos algún sentimiento que no se permitía admitir.
Con la vista clavada en la dirección por la que solía llegar, observé cómo se acercaba. Sus ojos, a la vez, al encontrarme allí a su espera, no se despegaron de mí. Pero Valentín no era un exaltado como yo, era discreto y cauteloso, por eso esa atención que me dedicó mientras llegaba al videoclub, que en otros no significaría nada, demostraba que también guardaba cierta anticipación por nuestra reunión.
—Buenos días —saludé con una alegría incontrolable.
—No pongas esa cara —pidió fingiendo irritación, en un juego que demostraba su buen humor.
Su falso reto lo único que hacía era consentir, aceptar y compartir mi entusiasmo. Era su manera de decir, sin decir, que también estaba contento de verme.
Al entrar, Valentín repasó con la mirada el local sospechando lo obvio y caímos en la realidad que nos esperaba.
—Ah, no limpiamos ni ordenamos —aclaré recordando el apuro por irnos con Simón.
Mis ganas de holgazanear a su lado debieron esperar. El buzón estaba lleno de películas que me dediqué a dar ingreso y mi compañero sacó la basura pendiente antes de ponerse a acomodar las cajas en las estanterías. La charla también tuvo que suspenderse porque Walter apareció en la puerta. Sin reparar en el desorden, dio un par de vueltas hasta llegar al mostrador para llevarse la recaudación de los días anteriores. Me aparté para que contara el dinero, pendiente de la inminente queja por las tareas sin hacer. Levantó la vista para contemplar el desabastecimiento de snacks y el extenso laberinto de cintas que delataban el abandono en la jornada previa a Navidad.
—Fin de Año será igual de atareado —murmuró.
Dio otra vuelta fingiendo una intención que no existía y no hacer su visita tan obscenamente breve. Aunque tenía mucho para criticar pasó por entre los estantes desinteresado. Cuando Walter se fue, Valentín se acercó esquivando las cintas de memoria.
—Vino a controlar que abriéramos en horario. El año pasado hubo problemas con eso.
En su locura, Walter tenía algo de racional, no criticó la dejadez que mostraba el local entendiendo que tuvimos un día complicado. Y a pesar de que le gustaba intimidar mostrándose descontento, optó por no molestar.
Seguimos ordenando, poniendo las películas en su lugar, acomodando cajas, limpiando los vidrios, la alfombra, reponiendo snacks, controlando el inventario de bolsas. Muy pocas personas entraron al videoclub y Valentín escuchaba la historia de mi hermana y su vestido con atención sin dejar de trabajar.
—A veces me gustaría cambiar de lugar con ella —confesé apoyado en el mostrador, mirando la calle. Con nosotros no había ningún cliente—. Es tan linda y contestona, yo no tengo nada de eso. Cuando sea mayor hará lo que quiera, no sabe lo que es la culpa y la envidio por eso.
Valentín apareció del otro lado del mostrador doblando un trapo con el que estuvo quitando polvo, lo dejó sobre el mueble y tocó sus bordes pensativo. Con su cabeza un poco inclinada hacia un costado, sus ojos seguían el movimiento de sus manos y apretaba sus labios preparándose para decir algo.
—Cuando me acompañas a mi casa, nunca me dio la sensación de que te diera culpa.
Era cierto, con él no había culpa que me hiciera desistir de su compañía. Pero me enderecé ante la idea de que tanteaba algo al mencionar ese hecho específico.
—Esa es una de las razones por las que no voy a cansarme de ti. Contigo soy libre.
Siguió tocando el borde del mueble absorbiendo mis palabras, sacando conclusiones en silencio, sopesando la seguridad con la que afirmaba que no me cansaría de él.
—Tengo algo para ti —aproveché para anunciar.
Fui al cuartito a buscar el collar pero en la puerta, antes de regresar, me percaté del error que podría cometer. Valentín esperaba extrañado y no reaccionó cuando hice un gesto con la mano para que se acercara.
—Ven —insistí.
—¿Para qué?
De nuevo hice el gesto con la mano. Desconfiando se acercó pero se quedó en el marco de la puerta.
—No es nada malo —aclaré con una pequeña risa—. Quiero darte algo y no quiero que un cliente interrumpa.
Extendí hacia él un sobre adornado con una minúscula cinta. Demoró en tomarlo.
—Es un regalo de Navidad —intenté animarlo para que se relajara.
Pero no se relajó. Con mucha seriedad abrió el sobre y contempló el collar. Su silencio y falta de reacción me hicieron sentir que arruinaba todo pasando algún límite. Presionaba mi suerte, como él me advirtió.
—Es una tontería —me justifiqué con torpeza—, no tienes que aceptarlo. Puedo guardarlo y no hacer nunca más nada como esto.
Valentín frunció el ceño al escuchar mis palabras sin sentido que buscaban quitarle importancia al regalo.
—No te pongas mal —indicó con dureza—, aún no he dicho nada.
—Es que no te gustó.
—¿Yo dije que no me gustó?
Respiré más calmado. Él acarició con su pulgar la estrella.
—Sí me gusta —murmuró.
—Tu cara dice otra cosa —presioné, rogando que me diera una pista de lo que opinaba de mi atrevimiento.
—Mi cara dice que yo no pensé en ningún regalo cuando debería agradecerte que me acompañas a mi casa.
Aliviado, recobré el buen humor y sonreí. Valentín era muy estricto consigo mismo.
—Pero me diste un regalo increíble cuando me llamaste por teléfono. Fue inesperado y me hizo feliz.