La irrealidad me duró apenas un par de días hasta que tuve que compartir un turno con Simón. Esperaba que optara por una actitud indiferente, como la que utilizaba Rafael cuando no se encontraba en la compañía de quien quería, pero eso habría sido tener suerte. En el horario de la mañana, desde el momento en que nos encontramos en la puerta del local, mi compañero se mostró alterado y molesto. Su cara era la de alguien indignado y su saludo fue forzado, bajo, dolido; era pura decepción. Entré detrás de él y contemplé cómo se movía con apuro, manipulando todo lo que tocaba con descuido, bufando, ignorándome, manifestando su rechazo con un lenguaje corporal brusco. Verlo actuar así me puso nervioso, el enojo no era algo que lo caracterizaba, nunca se enfadaba, ni siquiera con el peor de los clientes. Como esos perros callejeros que desconfían de los humanos, me quedé cabizbajo y lejos de él, sintiendo que el contacto visual, o un acercamiento, podría provocar una reacción innecesaria. Trabajamos solos, separados, cada uno tomando una tarea diferente, y cuando uno estaba en el mostrador el otro no se acercaba. Luego de un par de horas de descargar su molestia con objetos inanimados y sin clientes dentro del local, la emoción que hervía dentro de él detonó. Actuó como si hubiera estado esperando la ausencia de personas para buscarme, decidido a solucionar lo que para él era un problema.
—Lo que dijiste fue una broma, ¿verdad? ¿O una venganza?
Entre los estantes llenos de películas, no resurgió en mí ese coraje o impulso que me hizo insinuarle la verdad subido a su moto. Por el contrario, me invadió la vergüenza y no pude enfrentar su mirada.
—No fue broma —murmuré.
—¿Una venganza por todo el asunto de Valentín?
—Tampoco fue venganza.
No se sorprendió.
—Es que no puede ser cierto —acusó. Esperó mi respuesta, observó mi tímida reacción y mi silencio lo molestó un poco más—. No puede ser cierto —insistió con una voz que exigía que le diera la razón.
—Es cierto —dije como si lamentara mi propia respuesta.
Volteé para seguir limpiando, incómodo y apenado. Mi lamento y vergüenza estaban en no tener la fuerza necesaria para defenderme, sostener con dignidad mi confesión, o, por lo menos, ignorarlo con altura.
—Pero… —siguió Simón sin querer dejarme en paz—. A ti no se te nota, no actúas como esa gente. Estuve pensando y se me ocurrió que Valentín pudo haberte metido alguna idea rara en la cabeza.
Podría haber oído cualquier juicio, cualquier descargo, para dejar que se cansara de mí y se marchara, pero la mención de Valentín junto con una acusación absurda no me dejaron.
—Valentín no tiene nada que ver.
—Yo creo que puede tener mucho que ver.
—No tiene nada que ver. —Por primera vez lo miré—. Soy gay desde antes de entrar a trabajar aquí.
Dio un pequeño respingo ante mi confirmación.
—Algo debe tenerte confundido.
—No lo estoy.
Volví a ocuparme de las cajas de películas, a las cuales les limpiaba un inexistente polvo para mantenerme lejos del mostrador, buscando quitarle importancia a la discusión.
—Eso no lo sabes.
—Lo sé muy bien.
Negó con la cabeza rechazando mi afirmación.
—No conociste a la chica indicada —aventuró aunque él mismo ya no creía en sus propias palabras.
Avancé en el pasillo para seguir con otras cajas y él siguió mis pasos.
—Te puedo presentar una, o varias, las que quieras. Vas a ver que es cuestión de química y nada más.
Tomé aire.
—He tenido química con chicos.
Eso lo silenció pero permaneció a mi lado sin entender, rejuntando fuerzas y réplicas para obtener la respuesta que quería. La llegada de un cliente interrumpió y se alejó de mí. El silencio se extendió por otras horas hasta que volvimos a estar solos.
Ya no tenía tareas para inventarme y estar lejos del mostrador, así que daba vueltas mirando las películas, tomando cajas y leyendo sus sinopsis. De nuevo me acorraló en un pasillo.
—Si es verdad todo esto, espero que sepas que estás en la carrera equivocada.
—¿Qué? —solté confundido.
—La gente como tú no puede ser maestro. —Mi sorpresa lo alentó para insistir con su planteo—. ¿O era tu plan estar cerca de chicos inocentes?
Quedé perplejo por la inesperada acusación y su gravedad. Cuando su extraña insinuación tomó forma en mi cabeza, mi pulso se aceleró y un repentino calor se adueñó de mi cara.
—No tengo ningún plan —respondí con temor.
Mi inseguridad pareció generarle una especie de compasión.
—Jero —llamó en un ruego—, todo esto debe ser un error. Eres buena gente y buen compañero. Deberías pensarlo o ir a un médico. Tal vez es otra cosa lo que te pasa. Confundes la simpatía con algo más, o algo te estresa y no te deja pensar con claridad, o crees eso por una mala experiencia con una chica, o porque no estuviste con ninguna. Se puede arreglar.
Simón soltaba ideas con la esperanza de que me mostrara de acuerdo con alguna de ellas y me arrepintiera de mis dichos. Se rindió al ver que mi cara de espanto no cambiaba con sus propuestas. Serio y silencioso, dio un paso hacia atrás y regresó al mostrador.
Pensé en todas las contestaciones que Valentín le daba a los clientes, contestaciones que Simón merecía, pero no tenía su audacia para reaccionar de la misma manera. Quedé en el pasillo triste y aturdido. Solo cuando volvieron a entrar clientes me calmé.
Después de mucho dudar, antes del cambio de turno, fui al sector de las cajas. Simón jugaba con un bolígrafo y no puso atención a mi presencia. Con la llegada de Nadia su humor cambió y, como si nada hubiera ocurrido, la recibió animado.
—Te estábamos esperando —celebró, incluyéndome.
—¿Me extrañaban?
—No, nos queremos ir —se burló.
Nadia se sumó a nosotros detrás del mostrador y se quejó del calor. Valentín llegó en ese momento y apenas nos miró para cumplir con su rutina de seguir directo al cuartito. Las conversaciones sobre el sol y el calor continuaron mientras Nadia contaba el dinero de la caja.