Al final vomité y mi malestar dejó una celebración de Año Nuevo a medias. No pude comer ni beber nada, tampoco fui buena compañía, y apenas dieron las doce me excusé para recostarme.
Al día siguiente mi mamá se debatía en si debíamos visitar a sus padres o no. Cada año sorteaban las visitas porque algunos debían cumplir con sus familias políticas; se repartía la Navidad y Año Nuevo para que nadie se ofendiera. Mi idea de quedar solo en casa no fue aceptada.
—Pudo haber sido el calor —intentaba adivinar mi mamá—, ¿estás seguro que no comiste algo en mal estado en tu trabajo?
Desde el otro lado de la mesa miraba con sospecha el desayuno que no tocaba, buscando la explicación de mi malestar, preocupada porque no era algo habitual en mí. Su atención me molestaba y si nos quedábamos en casa, estaría así todo el día, no dejaría que me lamentara en paz.
—Vamos a casa de los abuelos —dije sin ánimos.
—No te preocupes por ellos, van a entenderlo.
Agustina observaba la conversación, ansiosa por saber si iríamos o no.
—El aire fresco me va a hacer bien.
Mis palabras no la convencían, ni mi voz apagada, ni mi expresión lastimosa.
Después de dudar y preguntar varias veces si estaba seguro, se decidió que iríamos. No me sentía cómodo con la reunión familiar pero no tenía un mejor plan. La angustia no me abandonaba y todo tipo de pensamientos se agolpaban en mi cabeza. El futuro que me esperaba no era diferente al que tenía planeado, con una vida oculta, como un eterno soltero. Pero algo había cambiado y los ojos se me humedecían al saber que tendría que sonreír frente a mi mamá como si no me afectara que pensara que los gays eran unos depravados a los cuales era mejor mantener lejos. Y la pregunta de Valentín se colaba en mi mente sumándome cuestiones. Si me vieran con él, incluso siendo solo amigos, escucharía más y peores juicios que los que ya había escuchado. Y sabía lo que pasaría, hacia donde voltearía. Buscaría lo que deseaba en ese mismo momento: estar junto a quien me apreciaba y me llenaba de fuerzas.
Todo se sentía frágil, desde el vínculo con mi familia hasta el suelo que pisaba.
Tomamos un taxi hasta la estación de tren, no era sencillo trasladarse un primero de enero y debíamos combinar de esa manera. Me mantuve serio y callado, mirando a la calle, queriendo desaparecer. Mi mamá volteaba a verme preocupaba para preguntar si me sentía bien, si quería agua, si tenía calor. Agustina también me contemplaba atenta, temiendo que quisiera vomitar en pleno viaje. Con su interés hicieron que me sintiera peor y me arrepintiera de estar allí con ellas, obligado a repetir que estaba mejor, forzando una sonrisa que no me salía.
La casa de mis abuelos estaba cerca de la estación de tren, en una ciudad apartada. Un lugar tranquilo, de poco ruido y muchos árboles. Los vecinos se conocían de toda la vida y, aunque las calles estaban desiertas, cruzamos un par que saludaron a mamá, felices de verla allí, cumpliendo en ofrecer buenos deseos para el nuevo año que comenzaba. Mi falta de ánimo era notable y a cada uno se le explicó que no me encontraba bien del estómago. Y cada vez que mi mamá se adelantaba, disculpándose por la impresentable mala cara de su hijo, para aclarar mi supuesta situación, me nacía el deseo de corregirla diciendo que me sentía triste.
Pero estar triste también requería dar explicaciones.
Agustina caminaba en silencio a mi lado, no le gustaba ese lugar al que ella se refería con rechazo como pueblo fantasma. Las radios no sintonizaban las estaciones que le gustaba escuchar, no había tiendas para curiosear, el puesto de diarios vendía pocas revistas, nuestros abuelos no tenían televisión paga y todos la trataban como si tuviera ocho años. Para mi hermana esas visitas equivalían a puro aburrimiento. En mi caso, tendía a disfrutar de los animales que mis abuelos cuidaban y de lo fácil que parecía apartarse del mundo y las personas. Aunque no sería el caso en esa ocasión; una visita breve por una festividad no dejaba muchas chances para desaparecer entre animales o deambular por un barrio silencioso sin compañía.
Mi abuela nos recibió con una gran felicidad y, entre besos y abrazos, se me quedó mirando.
—Se siente un poco mal —se apuró en informar mi mamá—, anoche vomitó.
Mi abuela tomó mi rostro preocupada.
—¿Quieres recostarte y descansar del viaje?
Sí quería, para alejarme de todos, pero no deseaba seguir llamando tanto la atención.
—Estoy bien, me siento mejor.
La seguimos dentro de la casa.
—También vinieron tus hermanos. Hace tiempo que no estábamos todos juntos —le contó a mi mamá.
Mi tía Claudia, su hermana mayor, y mi tío Guillermo, su hermano menor, rara vez lograban coordinar las visitas para que los tres hermanos coincidieran en fecha.
—Necesito el baño —soltó con urgencia Agustina.
Sin dejar su mochila, se apuró en ir al cuarto de baño, distrayéndome de lo que había dicho nuestra abuela y su implicación. Continuamos hasta la cocina-comedor donde el resto de la familia se reunía, hablando, riendo, compartiendo historias, debatiendo, poniéndose al día; el televisor se sumaba al ruido con un programa de cocina de un canal local y mis dos primos pequeños recibían amenazas de mi tío por pelear. En un espacio que se me hizo excesivamente pequeño para tantas personas, Ulises era parte del grupo. Enseguida volteó a verme y esquivé su mirada, pero tuve que saludarlo junto con el resto, con un apretón de manos, como se saluda la gente que no se conoce ni se tiene confianza. Pero un apretón de manos que se extendió un segundo más de lo necesario que dejaba mucho a la interpretación. Podía ser una manera de transmitir respeto, aprecio, reconocimiento, preocupación, cariño, agradecimiento o disculpas. Con un rostro inmutable, desempeñando su papel a la perfección, era imposible saberlo con precisión.