Mi mamá decidió hacer de cuenta que nada había ocurrido. No mencionó ni se refirió en forma alguna al enfrentamiento del primero de enero, tampoco reaccionó a nuestro desconfiado silencio. Pero su acto no ocultaba del todo la ofensa que sufría, su seriedad y las pocas palabras utilizadas para comunicarse la delataban. Bajo esas condiciones, el almuerzo fue incómodo. Agustina, por su parte, seguía enojada y poco le importaba el drama de mamá, y yo no sabía muy bien qué sentir. La decepción seguía dominándome y no me permitía desarrollar ninguna otra emoción con la cual darle importancia a lo que ocurría a mi alrededor, a pesar de que era un hecho importante dejar a mamá sin una disculpa, reafirmando la traición.
No era mi intención procurarle un mal pasar pero no me nacía el deseo de animarla, contentarla con palabras vacías y falsas que la alentaran a creer que la realidad en la que podíamos vivir era una sola: la aprobada por ella. No cambiaría a causa de ese evento. Ella solo se aplacaría con el tiempo e intentaría dejar atrás el tropezón, trataría el hecho como un suceso único y circunstancial, siempre y cuando no se repitiera. Y mientras comíamos en esa tranquilidad forzada, actuada, fingiendo que no notábamos la expresión resentida del otro, mi mundo se alejaba un poco más de esa casa y la vida que representaba.
Antes de irme al trabajo pasé por la tienda para llevarme galletitas. Aldo me observó con atención, siguiéndome con la mirada, queriendo decir algo. Guardé las galletitas en mi mochila y cuando estuve del otro lado del mostrador, antes de irme, me habló.
—¿Está todo bien?
Su preocupación evidenciaba que estaba al tanto de lo ocurrido, lo más probable era que mamá se lo contara. Por un momento dudé sobre la respuesta que debería darle, me demoré debatiéndome el resultado que daría confesar que me sentía decepcionado. Él entendería que mi decepción se debía por la discusión o por la bofetada que recibió mi hermana, yo no sabía si quería seguir siendo malinterpretado.
—Sí, todo está bien —mentí.
Una mentira notable pero Aldo no insistió, ese era nuestro límite, donde la pared entre nosotros se palpaba. Tal vez era mejor así, dudaba que él pensara distinto a mi mamá en cuanto a los gays.
***
Simón y Nadia hablaban de las vacaciones, discutiendo fechas y temporadas. Con las fiestas terminadas ya se podía pasar a otro tema y ese era el más importante que le seguía. Mi llegada generó una pequeña pausa, saludé de lejos y fui al cuartito. Al acompañarlos busqué evitar el silencio controlando el dinero en la caja.
—No tuvimos muchos clientes —comentó Nadia a mi lado.
En ese momento tampoco había gente dentro del local. Ella no tenía inconvenientes para hablarme, al menos sobre cosas del trabajo, Simón, por otro lado, se alejó para hacer de cuenta que deseaba ver qué sucedía en el estreno semanal que se pasaba por el televisor. Nadia lo miró de reojo pero dejó pasar la extraña actitud al distraerse con la entrada de Valentín.
El cambio de turno ocurrió sin contratiempos ni demoras, nuestros compañeros se retiraron con prisa para aprovechar lo que restaba de la tarde, dejándonos en un fingido silencio. Esperé el gesto cómplice de Valentín: una media sonrisa mientras levantaba levemente el mentón, eso autorizaba la conversación.
Mi espíritu y mi autoestima se elevaron bajo el encanto de esa expresión que invitaba al acercamiento, ofreciendo una confianza reservada para muy pocas personas, si es que había otras personas.
—En el trabajo deberíamos ser siempre nosotros dos —comenté con anhelo.
Valentín se apoyó en el mostrador observando el local vacío, me quedé detrás contemplando su espalda y la cadena que se asomaba en su nuca.
—Es una buena forma de empezar el año.
Me acerqué y también me apoyé en el mostrador. Era una rara oportunidad para estar cerca, sin distracciones, sin tener que cuidarnos de clientes que escuchaban y veían todo. Giró su cabeza y dejó sus ojos clavados en los míos.
—Me hace muy bien estar contigo —susurré ante la necesidad de confesar lo que me pasaba en ese momento.
Miró hacia el frente, hacia los estantes de películas, encerrándose en un pensamiento como solía hacer en algunas ocasiones.
—¿En qué piensas?
Lo que pasaba por su mente era algo que me producía temor y curiosidad a la vez. La inquietud de no saber si no compartía esas ideas íntimas por recelo o porque consideraba que su contenido podía ser ofensivo.
Valentín tomó aire y meditó algo antes de hablar.
—¿Te puedo contar algo?
—Sí.
Siguió poniendo atención a los estantes, determinado a no mirarme.
—Mi papá es una persona mayor, es una historia complicada —arrastró las palabras como si no quisiera pronunciarlas—. Está enfermo desde antes que yo naciera pero su situación se agravó hace unos años y mi mamá… —Se detuvo dudando y dio un gran suspiro—. Mi papá tiene diabetes desde su adolescencia y no fue fácil para él encontrar alguien que lo entendiera, a mi mamá la conoció siendo grande. —De repente se sonrió ante un pensamiento—. Aunque mi mamá es mucho más joven que él. —Luego la sonrisa se fue—. Cuando tenía cuatro años se separaron, ella no quiso seguir con la relación. Me fui con mamá y a él lo veía a veces. Mi papá jamás perdonó que lo dejara. —Pasó los dedos por el mostrador buscando una distracción y restarle importancia a su historia—. Mi mamá formó otra familia pero nunca me entendí con mi padrastro y a los quince fui a vivir con mi papá. En mi último año de secundaria mi papá terminó en el hospital porque mentía cada vez que decía que cuidaba su salud y terminaron cortándole una pierna. —Usó esa descripción con una terrible naturalidad que me incomodó pero él no vio mi rostro de espanto—. No pude terminar el colegio y desde entonces me ocupo de él. Eso es lo que sucede en mi casa. No es algo de lo que se pueda mejorar.