La decepción de haber escuchado a mi mamá catalogar a los homosexuales de degenerados no se me iba. En la superficie parecía que el sentimiento había menguado porque podía hablarle o sentarme a comer en la misma mesa sin que me produjera algún pensamiento o dolor puntual. Pero en realidad la decepción solo se había asentado dentro de mí, ocupando un rincón en mi corazón de forma permanente, participando de cada latido. Cuando estaba con ella era como estar con una persona que hablaba otro idioma. Antes creía entenderla; todo lo que decía, todo lo que hacía, creía entender todas sus razones detrás de cada decisión, de cada actitud, de cada idea anticuada. Pero dejó de ser así. La veía, la escuchaba y pocas cosas parecían tener sentido.
—No consientas a tu hermana —me pidió en el desayuno.
Agustina no estaba con nosotros y sospeché que la guerra declarada se mantenía en pie. Seguí desayunando sin responder.
—Todavía es chica y hay muchas cosas que no entiende —insistió.
Ella esperaba una respuesta de mi parte, una palabra, un gesto, cualquier cosa que le diera la razón y mi silencio la consternó.
—Si defiendes sus caprichos —continuó sermoneándome— harás que crea que tiene razón y cada día se pondrá peor. Va a dejar de escuchar a los demás, hará solo lo que a ella le parece sin importar que sea una error. Eres su hermano mayor y tienes que cuidarla, no consentirla.
Inmediatamente se me ocurrió que la que no escuchaba a los demás era ella. Dejé el desayuno sin terminar y levanté todo para limpiar.
—El otro día te pusiste en mi contra —reclamó a mi espalda— y ahora ni me contestas.
—No me puse en tu contra.
—Jero…
Volteé para interrumpirla.
—Solamente no vemos las cosas de la misma manera —dije con esa decepción que circulaba en mi sangre.
Me dio la sensación de que no diría nada pero cuando me volví hacia el lavado para terminar de enjuagar mi taza, ella decidió llevar el tema a otro extremo.
—Estás saliendo con una chica, ¿verdad?
Giré sorprendido por la afirmación.
—Siempre vuelves tarde —señaló justificando su teoría— y se te nota diferente.
La miré aterrado, bajo ninguna circunstancia quería tener semejante conversación con ella o cualquier otra persona.
—No dejes que una chica meta ideas en tu cabeza.
—No hay ninguna chica —respondí con la voz entrecortada.
No me creyó.
—Tu familia es para siempre mientras que una chica es difícil saberlo.
Tomé aire pero no dije nada, la única respuesta era la verdad. La verdad terminaría con todo pero se me quedó atorada en el pecho, presionando mis pulmones, haciendo que sintiera que respiraba a medias. Tuve que hacer lo que hacía mejor en momentos de peligro, desviar el tema.
—Defender a mi hermana porque quiero verla feliz es mi propia idea. Ella no merecía una bofetada.
No era mi costumbre recriminar cosas pero fue lo más contundente que se me ocurrió para dejar atrás el asunto de la supuesta novia. El resultado fue positivo para mí, mamá se mostró incómoda ante la mención de la agresión física. Incómoda y traicionada, una vez más. Entonces fue su turno para hacer lo que mejor sabía hacer, irse dolida para crear culpa.
Pero la culpa que sentí no fue por ella, fue por Valentín. Por miedo oculté su existencia cuando debería haberlo mencionado con orgullo, con la cabeza en alto, dispuesto a soportar cualquier reacción, cualquier consecuencia. Quedé solo en la cocina pensando en que no podía volver a suceder que callara su nombre. Ocultarlo era una traición, una burla, una denigración, cuando él merecía toda mi lealtad.
***
Mi cobarde silencio quedó dando vueltas en mi mente de forma constante. Salir del armario con mi familia parecía la solución a todas mis angustias, además del nacimiento de nuevas tristezas, pero, por sobre todo, la mayor muestra de respeto para Valentín y para mí mismo. Y tanto se instaló la idea en mí que mi preocupación era cómo y cuándo, mantener el secreto ya no era opción.
En el trabajo pasaba cada minuto pensando en lo inevitable, allí era fácil, mis compañeros que no me hablaban le daban mucho tiempo libre a mi cabeza. Rafael no me dirigía la palabra; Nadia lo hacía por cuestiones laborales, con una mirada de reproche cada vez; Simón no se decidía sobre qué hacer conmigo.
En el primer turno que me tocó junto a Simón, luego del enfrentamiento con Rafael, me ignoró gran parte de la jornada hasta que en un momento de soledad dentro del videoclub se acercó a mí.
—¿Entre Valentín y tú pasa algo? —soltó sin rodeos, visiblemente inquieto.
—Dije que es mi amigo, nada más.
Desconocía las intenciones de Simón detrás de su interés y no quería meter en problemas a Valentín.
—También dijiste que tuviste química con chicos. ¿Es Valentín? ¿Era eso?
—¿Por qué te importa? —indagué preocupado.
Se alejó molesto por mi pregunta pero luego de unos pasos regresó a seguir con su acoso.
—Porque eres buena gente es que me importa.
Me pareció entender lo que planteaba, yo sabía bien que había cosas que no eran compatibles dentro del mundo en el que vivíamos.
—¿No puedo ser buena gente y gay a la vez?
Miró contrariado las películas de los estantes, indeciso por un momento, hasta que llegó a su resolución.
—Es posible pero yo no puedo ser amigo de un gay.
Sin más, se dirigió al sector de las cajas donde se puso a doblar y acomodar bolsas.
Aunque nunca fuimos amigos, quedé entristecido. Simón era el ejemplo de cómo serían mis relaciones el resto de mi vida. Las personas, en cuanto se enteraran que era gay, me descartarían. Mi familia no sería la excepción.
Cuando Valentín entró para el cambio de turno me di cuenta que mi tristeza no era tan desgarrante como podría ser y que la incertidumbre por el futuro no dolía tanto porque, a diferencia de cualquier tiempo anterior, ya no me sentía solo.