No desistí con el abrazo.
—Nada es tu culpa —murmuré.
Presioné su cuerpo contra el mío buscando hacer desaparecer el temblor, calmar sus ideas de rotura y demostrarle que mi afecto no estaba influenciado por conveniencias. Sufriría más sin él que con cualquier humillación que pudiera experimentar. La hamburguesa se me revolvía en el estómago.
—Adoro estar contigo —aseguré—. Soy feliz a tu lado y nadie más puede darme eso. Puedes ilusionarte todo lo que quieras porque voy a seguirte hasta el fin del mundo.
—Eres tonto —susurró en respuesta.
Sus brazos me rodearon y dejó descansar su cabeza en mi hombro. Las burlas, las risas, las papas volando, todo se repetía en mi cabeza con gran claridad. La visión de Antonio sentado en silencio solo aumentaba el desamparo y la impotencia. Era la injusticia de vivir en un mundo que separaba todo en "normal" y en "diferente", acorralándonos de un lado o del otro.
Valentín se apartó de mí. Su rostro estaba lleno de tristeza, las comisuras de sus labios caídas daban la sensación de que lloraría, pero actuó de la única forma que sabía actuar: con una amarga resignación.
—Es mejor irnos.
Empezó a caminar con la mirada puesta en el suelo y lo seguí consciente de que mi expresión podría no verse diferente a la de él.
—Te acompaño a tu casa.
Tomó aire como para protestar pero no dijo nada. Sin intercambiar más palabras seguimos por una calle paralela a la principal. Lo observé con atención, preocupado por su idea de terminar nuestra relación. En mi garganta se atoraba la necesidad de decir frases automáticas como que todo estaría bien o que debíamos olvidar lo sucedido en el McDonald's, una más absurda que la otra. Valentín se mantuvo cabizbajo todo el trayecto, solo en la parada del autobús volvió a dirigirse a mí.
—No hace falta que me acompañes, vete a tu casa —pidió apenado.
—Quiero acompañarte.
Mis palabras lo entristecieron un poco más.
En el autobús volvió al viejo hábito de observarse las manos, estudiando cada milímetro, repasando cada detalle, imaginando un mundo donde no fuera odiado. En un mundo así, ilusionarse no tendría nada de malo. Toqué su mano para que no me dejara fuera de ese sueño y respondió acariciando mis dedos con culpa.
En la esquina de su casa me murmuró un gracias sin mirarme.
—No quiero dejar de verte —rogué.
Valentín buscó qué decir pero nada salió de él.
—No tenemos que dejar de vernos —insistí.
Levantó la cabeza y me miró lleno de dolor.
—Estar conmigo no te conviene.
La conveniencia no me importaba.
—¿Tú quieres dejar de verme? —presioné con desesperación.
De nuevo bajó la cabeza y luego la movió para decir que no. Me acerqué y volví a abrazarlo, se estaba conteniendo para no llorar, lo había hecho todo ese tiempo, así que dejé caer algunas lágrimas en su lugar. Mi pequeño llanto lo hizo reaccionar.
—Siempre quiero verte, siempre quiero estar contigo. Pero es injusto que yo te lo diga.
—No es injusto.
Valentín se apartó un poco para secar mis lágrimas con sus manos.
—Si quieres que me quede en la puerta de tu casa toda la noche para no sentirte solo, me lo puedes pedir y lo haría con gusto. No sería injusto porque yo tampoco me sentiría solo.
No quedó muy convencido con mi ejemplo pero entendió la sinceridad con que lo decía.
—Estoy seguro de que te quedarías en mi puerta si te lo pidiera.
Sus dedos siguieron acariciando mi rostro a pesar de no haber más lágrimas que quitar. Apoyé mis manos sobre las suyas y las retuve contra mi piel, no quería perder esa muestra de cariño con el que intentaba consolarme a pesar de la angustia que lo invadía.
—Perdón por llorar.
—Lo que pasó en el McDonald's va a volver a suceder —advirtió dolido.
—Con más razón tenemos que estar juntos… juntos en las buenas y en las malas.
Respiró profundamente.
—Es imposible discutir contigo —dijo cediendo—. No vas a rendirte.
—No, si se trata de ti.
A lo lejos se escucharon pasos y nos separamos, dos personas caminaban en nuestra dirección, dos hombres que intercambiaban opiniones apasionadas sobre un auto clásico. En silencio esperamos a que pasaran y se alejaran. Valentín miraba con duda la entrada de su casa, era hora de irse.
Cuando las voces desaparecieron tomé una de sus manos, no quería dejarlo y él no parecía querer despedirse.
—Ojalá pudiera quedarme contigo hasta que la tristeza pase.
Apretó mi mano.
—Eso sería lindo.
Nos quedamos allí tomados de la mano, incapaces de soltarnos, alargando el momento todo lo que nos fuera posible. Valentín contempló la vereda pensativo y titubeó antes de hablar.
—Puedo meterte a mi casa a escondidas.
Demoré en responder sorprendido por la propuesta, inesperada viniendo de él que siempre había sido rígido con el límite en la esquina de su casa. No sabía qué tan riesgoso era y mi conciencia quería corroborar si estaba seguro de lo que decía, pero el deseo de pasar más tiempo juntos fue más fuerte.
—Está bien —acepté sin cuestionamientos.
Tiró de mi mano para llevarme hasta la entrada. La propiedad tenía murallas, desgastadas y con algunos grafitis, que solo dejaban ver las copas de los árboles, y un portón de metal enrejado que permitía espiar hacia dentro.
—Espérame aquí unos minutos.
Valentín entró con prisa y me quedé apoyado en la pared inquieto por el plan. Nunca había hecho algo como eso. Vigilé la calle perseguido por el temor de ser visto por algún vecino.
Después de un rato lo oí acercarse y me asomé para ver.
—Ven —dijo abriendo el portón.
Lo seguí con mucho cuidado y, ante lo que podía ser mi única oportunidad, observé todo a mi alrededor, al menos lo que me fue posible en la oscuridad. El patio que cruzamos no parecía tener mucho, apenas unas plantas aquí y allá, además de dos árboles. La casa era pequeña, con tejas rojas y ventanas de madera con postigos, la rodeaban canteros pero no vi nada en ellos. Valentín volteó para hacerme un gesto que pedía mantener silencio y una seña para indicar que cambiaríamos de dirección. Rodeamos la casa hasta llegar a una ventana abierta, debajo de ella había un macetero grande lleno de tierra pero sin plantas que usamos a modo de escalera. Al pasar la ventana quedamos dentro de su cuarto.