Mientras Valentín entraba a su casa para fingir normalidad corrí hacia la parada del autobús para dar con un teléfono público y cumplir con mi promesa de dar aviso si pasaba la noche fuera. Escarbé mis bolsillos y mochila por monedas rogando que Agustina atendiera la llamada. No tuve suerte.
—Hola.
—Hola má —saludé medio arrastrando las palabras.
—¿Jero?
—Sí. —Acaricié inquieto el dije de estrella que colgaba de mi cuello—. Llamo para avisar que no voy a volver a casa esta noche.
No respondió pero pude escucharla tomar aire, también pude adivinar lo que pensaba y hasta casi pude oír las palabras que no pronunciaba. Todo acusaba traición y rebelión porque el hijo perfecto se negaba a ser perfecto.
—Voy a quedarme en casa de un amigo —me apuré en agregar.
—Está bien —habló con sequedad—. Ya estás grande, no puedo decirte nada.
Pero lo hizo, con esa última frase. No supe cómo reaccionar, crecer no era un delito. Ella renegaba de no tenerme bajo su control y de verse obligada a respetar mi deseo de pasar la noche fuera. De haber tenido un poco más de carácter le hubiera preguntado si esperaba que fuera un niño toda la vida.
—Tengo que cortar —susurré.
Regresé con prisa sin darle mucha importancia a mi mamá, su queja era irrelevante, como todo lo que hacía o decía últimamente. Valentín era la única prioridad, mi alma se alimentaba de sus actos, de su voz, de su mirada, de sus gestos y de su cercanía.
No tuve que esperar mucho junto al portón, apenas me apoyé en la pared escuché las pisadas que se aproximaban. El portón se abrió un poco y Valentín se asomó.
—¿Pudiste llamar a tu casa?
Asentí.
Como la primera vez, lo seguí y rodeamos la casa. Ingresamos por la ventana de su cuarto con cuidado usando el cantero de apoyo, adentro sonaba la radio para tapar nuestros ruidos.
—Voy a tardar un poco.
Pero en lugar de irse se quedó inmóvil, indeciso.
—Yo espero —intenté animarlo.
Dejé mi mochila en un costado para demostrar que me sentía cómodo y en confianza, a gusto con la idea de esperarlo, para que hiciera lo que tuviera que hacer tranquilo. Su respuesta, un poco inesperada, fue acercarse y besarme. Un beso suave, lleno de ternura, lleno de todas las palabras y pensamientos que no lograba expresar de otra forma. Luego salió del cuarto sin decir nada.
Esperé en su cama deshecha, buscando cosas con la mirada que podrían haber pasado desapercibidas la vez anterior. La tira de lana amarilla estaba sobre la mesa de luz, otra forma de expresión silenciosa de lo que Valentín no verbalizaba. Debajo, el cajón de la mesa estaba entreabierto e investigué lo que había dentro aunque solo encontré lápices y papeles revueltos. En algunos de ellos leí listas de supermercado y cuentas tachadas, todas las hojas arrancadas de un mismo bloc que tomé para escribir "te quiero" y volví a ponerlo entre los papeles. Debajo de la mesa había un cuaderno desgastado con gran parte de sus hojas arrancadas, entre las que quedaban descubrí un par de fotos viejas. No tardé en darme cuenta que se trataba de la madre de Valentín, se parecían mucho; ella se veía contenta en las fotos, él no tanto, como si estuviera posando de mala gana. La versión de Valentín en las imágenes era de un adolescente de más o menos quince años, al cual no podía dejar de observar. Pensé que me hubiera gustado conocerlo a esa edad, hacerme su amigo, entender en qué mundo vivía junto a él, crecer sin soledad y con otro concepto de la realidad. Guardé las fotos por temor a que me encontrara con ellas y no le agradara.
La radio anunció la medianoche y la música melosa empezó a sonar. El locutor hacía un repaso del clima cuando Valentín ingresó cargando una bandeja que, con dificultad, puso en el piso. Traía comida.
—Es algo simple, no podía preparar nada que llamara la atención.
Me senté frente a él.
—Soy feliz porque voy a comer tu comida.
—No seas exagerado —se quejó con una pequeña sonrisa.
La comida era sencilla, arroz blanco y pollo a la plancha, pero sabía como un manjar estando a su lado. Me contó sobre lo mucho que le gustaba el pollo, en todas sus preparaciones, y que en invierno siempre guardaba caldo en el refrigerador para tomar por la noche antes de dormir. Lo observé encantado mientras hablaba y él, cada tanto, controlaba mi plato para asegurarse de que comía, que no rechazaba su comida. Su deseo de compartirme detalles pequeños y su interés en que comiera lo que preparó me llenaron de vida. Por eso no podía dejar de sentir que era la mejor cena que tuve alguna vez. El recuerdo del hombre armando escándalo en el videoclub se diluía y desaparecía mientras comíamos. Su tristeza y mi malestar fueron reemplazados por una enorme calma que me recordaba a nuestras tardes bajo el puente.
—No esperaba que me invitaras a tu casa —comenté contento.
Valentín revolvió el arroz pensativo.
—Si no te molesta entrar a escondidas y salir a escondidas…
Dejó la frase sin terminar, tanteando.
—No me molesta.
Asintió pero inclinó su cabeza hacia un costado, concentrado en algo que daba vueltas en su mente.
—¿En qué estás pensando?
—Pienso… —movió su cabeza hacia el otro lado— en nosotros.
Callé preocupado, esperando que me hablara más sobre ese nosotros. El incidente de ese día podía estar dándole ideas pesimistas con respecto a nuestra relación. Sentí que la calma se convertía en la antesala de un desastre, una calma preparada para anunciar lo peor, con argumentos estudiados y una determinación que ningún ruego doblegaría.
—¿Por qué me miras así? —reclamó.
—Vas a decirme que no quieres verme más.
Frunció el ceño y comió un trozo de pollo para ganar tiempo. Mi cabeza podía haber exagerado un poco.
—Es mi culpa —reflexionó mirando su comida, un poco molesto aunque no sabía si conmigo o con él mismo—. No soy una persona cariñosa y te llevo a pensar eso.