En el desayuno que compartimos con mamá ella solo se dedicó a servir tazas y tostadas. Su expresión era triste, con la mirada un poco baja, hablando apenas lo necesario. Llevaba varios días así y yo la estudiaba con atención, analizando sus gestos, vigilando sus expresiones cuando sus ojos daban a mi dirección. Su pena lucía real y se parecía a la que cargó después de la muerte de papá. No recordaba mucho de esa época pero su imagen demacrada y silenciosa venía a mi mente como un déjà vu que me generaba malestar; una incomodidad, una incertidumbre que alimentaba mi decepción. Tal vez en su cabeza yo estaba muerto y me lloraba a escondidas como lo hizo con papá.
Siempre creí que la culpa de dañarla con la verdad me mataría, que pediría perdón y que haría cualquier cosa para no perder su estima. Cada día sería un desconsuelo para mí por no poder ser un hijo perfecto del que se llenara de orgullo, por convertirme en otra desgracia en su vida. Pero las cosas resultaron ser distintas, mis sentimientos eran distintos. Yo no había hecho nada malo.
—Tienes que probarte el uniforme —le recordó a Agustina.
—Está bien —respondió ella con amargura, sin chillar por un uniforme nuevo.
Mi hermana cuidaba lo que decía, temiendo que algo empeorara, a pesar de no saber qué estaba mal y cómo podía empeorar. Luego me miraba de reojo como para confirmar que todo seguía, en el mejor de los casos, igual.
Seguimos desayunando con la televisión hablando por nosotros, diciendo que el clima ese día sería soleado, los conductores contaron los días que faltaban para el inicio de clases y comentaron lo pronto que terminaría el verano. Eso último me hizo reflexionar en que bastó solo un verano para que cambiaran tantas cosas en mi vida y me sentí muy bien conmigo mismo. Aunque me faltaba mucho que mejorar, estaba en el camino correcto. Que la actitud de mi mamá fuera como una puñalada pero no el fin del mundo, lo confirmaba.
—Me voy a trabajar —anuncié mientras me levantaba de la mesa.
Agustina me dedicó un saludo con la mano, su boca estaba llena de pan.
—Ve con cuidado —dijo mi mamá, a la fuerza y con apatía.
Cada vez que me hablaba lo hacía de esa forma, por obligación y sin ninguna emoción. Para cumplir.
***
Compartí el turno mañana con Nadia, quien estuvo muy entretenida con una revista de Avon. Me hablaba de vez en cuando porque mi presencia no le molestaba. De a poco entendía que su problema no era conmigo, era mi amistad con Valentín y lo que representaba. Ese día andaba de buen humor y me contaba de los productos que quería encargarse, incluso me ofreció la revista para ojearla. En otro momento habría rehuido de tal oferta para mantener una apariencia pero ese día no vi la necesidad de hacerlo y tomé la revista. Terminé tan o más interesado que ella porque nunca llegaban a mis manos catálogos como esos. Los esmaltes y los perfumes me atrajeron, también tuve la repentina necesidad de una crema para manos, algo que nunca había usado.
Nadia me adivinó el pensamiento.
—Es de mi hermana, si quieres algo lo puedes encargar. —La miré con recelo—. El dinero no tiene amigos ni enemigos —agregó sonriendo.
Acepté la propuesta con un poco de desconfianza por nuestra relación, pero también con entusiasmo porque no importaría si pedía cosas que podrían considerarse de chicas.
Mi compañera se fijó en mis elecciones con curiosidad.
—Hay muchas cosas que no me gustan —dijo cuando marqué un esmalte de color durazno— pero, al menos, contigo no tengo que cuidarme de las dobles intenciones ni de los intentos de conquista.
No respondí, sabía que Rafael y Simón no desaprovechaban oportunidades para soltarle indirectas a Nadia, alguna vez los escuché hablar entre ellos sobre el "probar suerte no está demás".
En lugar de apenarme por lo que insinuaba al decir que no debía cuidarse de mí, marqué dos cremas para manos, estaba seguro que a Valentín le gustaría tener una.
***
Al terminar el turno caminé animado hacia el puente. Allí debajo, en ese rincón ignorado por el mundo, Valentín me esperaba sentado en el pasto.
Me acomodé a su lado y besé su mejilla.
—Te extrañé.
Tomó mi mano.
—Yo también.
Vestía la camiseta del videoclub, señal de que salía de su casa bajo el pretexto de trabajar horas extras. Su expresión era alegre, sus ojos brillaban con emoción y su piel estaba llena de electricidad. Su cuerpo emanaba una enorme fuerza de atracción que me cautivaba y el aire que respiraba dándome vida parecía crearse en él.
—Estás hermoso. —Rio al oírme—. Y tu risa también es hermosa.
Acomodó su cabello en un gesto que intentaba ocultar la pena que le causaba mi halago, un gesto que estaba lejos de detenerme.
—Cada día que pasa me gustas más y más.
Me contempló con una sonrisa y apretó mi mano con fuerza. Retuvo la respiración un instante antes de hablar.
—Tenía muchas ganas de verte y escucharte —confesó.
—Porque te gusta que sea cursi —bromeé.
Se enderezó mirando hacia las vías del tren.
—Un poco, puede ser —admitió siguiéndome el juego.
Saqué la radio para que la música nos hiciera compañía. Valentín siguió con atención todos mis movimientos, sin querer perderse ningún detalle de mi sencilla tarea, haciéndome sentir importante para él. Sintonicé la radio FM que siempre escuchábamos.
—Tengo algo para mostrarte.
Tomó su mochila y sacó un sobre blanco con el logo de Kodak, de él extrajo un grupo de fotos que me cedió para que las revisara. Supe de inmediato que fotos eran y empecé a mirarlas con entusiasmo. Varias se veían borrosas, muchas en ángulos incorrectos y todas llenas de sombras, pero ahí estábamos los dos, riendo, abrazados, haciendo caras, gestos y poses raras.
—¿Puedo quedarme con alguna?