Ese día llegué apenas dos minutos antes de las cuatro. Había tomado la costumbre de esperar en la esquina a que se cumpliera el horario para ingresar, de esa forma solo me cruzaba por un momento con mis compañeros del turno matutino. Quería evitar todo contacto innecesario con Rafael.
Cuando entré me encontré con Walter. Estaba haciendo lo que mejor sabía hacer: desconfiar, por eso vigilaba de sorpresa el cambio de turno. Me vi obligado a entrar al sector de cajas y pararme junto a Rafael y Nadia. El intercambio de saludos sucedió solo con Walter, los otros dos miraron hacia un costado murmurando algo entre ellos, fingiendo no haberme escuchado.
Simón estaba a un minuto de llegar tarde. La tensión y la incomodidad entre los tres era palpable, al punto que me pareció que Walter lo notaba. Tal vez lo imaginé, pero miró de reojo a Rafael con recelo, como si supiera que él encabezaba el conflicto. Me puse mal al pensar que esa sospecha podría ser a causa de quejas. Valentín no merecía tener problemas en el trabajo por capricho de otro. Así que también observé a Rafael, intentando adivinar en su cara, en sus ojos y en su lenguaje corporal, algún plan retorcido en nuestra contra. Pero se hacía el tonto, el desentendido.
Simón llegó y todos lo miramos. Él quiso hacer de cuenta que nada extraño sucedía entre nosotros y saludó. Nadia y Rafael también fingieron compañerismo y se despidieron en voz baja incluyéndome en los saludos.
Walter olía que algo pasaba, estábamos muy cabizbajos y pronunciábamos palabras con duda, una combinación poco alentadora. Cuando quedamos solos con él, Simón me miró preocupado e hizo un leve gesto de negación. Me pedía que no hiciera algo pero no entendí a qué se refería.
Walter tomó la recaudación, se quejó de los vidrios y se fue.
Respiré aliviado. Si sospechaba algo, o le habían dicho algo, no le importaba lo suficiente.
Después de un rato, miré a Simón buscando una explicación por ese gesto que usó. Se puso incómodo y de mala gana habló.
—Pensé que ibas a quejarte con él.
No se me ocurría de qué estaba hablando, al menos no le veía el sentido. Miré hacia el frente, a los clientes, con intención de ignorarlo, ahogando un suspiro.
Salió del sector de cajas sin decir nada y fue a buscar elementos de limpieza al cuartito. Se puso a limpiar el vidrio, fuente de queja de Walter, del lado de afuera, bajo el sol, solo, como un mártir. Había malestar en su rostro, preocupación y culpa. Casi pude escuchar la voz de Valentín en mi cabeza llamándome tonto por prestarle atención a Simón.
Al estar libre de clientes en la caja, fui hasta el vidrio y me puse a limpiarlo del lado de adentro porque no era un trabajo para una sola persona. Él estaba afuera transpirando mientras que yo estaba dentro cómodo con el aire acondicionado, a pesar de la diferencia, abrió la puerta y casi me gritó.
—Yo puedo solo, quédate en la caja.
—Estoy cerca de la caja, cuando un cliente quiera algo, voy.
—No seas bueno conmigo —reclamó antes de cerrar la puerta para evitar mi respuesta.
Tuve que interrumpir muchas veces la limpieza para atender en la caja por lo que Simón terminó su parte primero. Luego entró para seguir donde yo había dejado y, cuando me acerqué, quiso rechazar mi colaboración.
—Yo lo termino.
—Estás cansado —señalé.
—Te dije que no seas bueno conmigo. Yo no soy bueno contigo.
Lo miré un largo rato con la sensación de que podía descifrar su conducta pero un cliente interrumpió y tuve que atenderlo.
Cuando terminó con los vidrios, regresó al sector de cajas y se sentó en el piso avisando que se tomaría su descanso. Se quedó allí, apoyando la espalda contra el mueble y las piernas estiradas, un poco transpirado, molesto con la vida misma y la mirada concentrada en un punto en el piso.
—Nadia y yo le dijimos a Rafael que era un error cambiar los horarios, que era exagerado —empezó a hablar—. Se puso denso y dio un discurso que no terminaba más.
Después se mantuvo en silencio, como si hubiera explicado y justificado todo, esperando una respuesta de mi parte que mostrara comprensión. Cuando se dio cuenta que no la obtendría, levantó la cabeza para mirarme y corroborar si le estaba prestando atención.
—No te entiendo —fue todo lo que dije.
Puso cara de desgracia y volvió a bajar la cabeza.
Lo único que se me ocurría era que sentía culpa pero no quería disculparse.
Trabajamos sin más charlas raras. Atendimos clientes y acomodamos películas ignorando todo lo que había ocurrido. Cerca de la tardecita, unas alumnas de escuela secundaria empezaron a dar vueltas, hablando entre risas sobre Leonardo DiCaprio. Las contemplé con un poco de envidia. Hablaban con entusiasmo de la película Romeo y Julieta, luego votaron para rentarla y, en secreto, me puse contento por ellas. Valentín y yo estábamos de acuerdo en que se veía muy lindo en esa película. Mis pensamientos se vieron interrumpidos de repente por unos golpes en el vidrio que nos hicieron saltar a todos. Los acosadores estaban de regreso. Se reían y gesticulaban cosas en mi dirección. Me quedé helado mirándolos. De pronto, el líder de todo el conflicto, Nico, escupió el vidrio. Ese detalle, nuevo entre sus provocaciones, molestó a Simón que, sin titubear, se dirigió hacia la entrada. Los dos chicos lo miraron divertidos cuando abrió la puerta.
—¡Acabo de limpiar ese vidrio maldito inadaptado!
—Esto no es asunto tuyo —llegué a escuchar que le respondía Nico.
—¡El vidrio es asunto mío! Se van o llamo a la policía.
Se miraron entre ellos dudando si la amenaza podía ser real o no. Simón se puso impaciente.
—Se van o limpio el vidrio con tu cara.
En ese momento reaccioné y me apuré en ir a su lado.
—¿No ibas a llamar a la policía? —preguntó Javi.
Simón bloqueaba la puerta, así que tuve que empujarlo un poco para ganar espacio sin obligarlo a quedar del lado de afuera. Saqué un coraje desconocido para mí y me olvidé del miedo.