La sombra sobre las flores

Capítulo 56

Cuando desperté estaba muy mareado. La luz me molestaba y, cuando quise moverme, me di cuenta que no tenía fuerza para hacerlo. Hubo ruido y voces. Atontado, vi a mi madre a mi lado, lo cual me sorprendió porque significaba que se había metido a mi cuarto. Hablaba y sonreía pero yo no entendía qué decía.

Quise preguntarle qué quería pero la voz me falló.

—No hagas ningún esfuerzo —dijo—. Solamente descansa.

No entendí de qué me hablaba pero lentamente me di cuenta que algo estaba mal.

No era mi cama, ni era mi cuarto.

Quise observar todo a mi alrededor pero mi cabeza pesaba una tonelada, así que solo recorrí el lugar con los ojos. A mi izquierda estaba Agustina, llorando en silencio, detrás de ella estaba Aldo. Él apretaba los hombros de mi hermana como para transmitirle ánimo, o fuerza, o confianza, o lo que sea. Cuando quise estirar mi mano hacia ella, tampoco pude. Bajé la mirada y descubrí mi brazo cubierto por un yeso.

Pensé en un accidente o una caída y en ese momento lo recordé. Vino a mi mente con imágenes dispersas. La calle, la parada de autobús, las caras, los golpes, las risas, Antonio. Ordené lo que pude en mi cabeza y seguí observando el yeso con sorpresa hasta que Agustina me distrajo.

—¿Te duele?

Tampoco pude voltear hacia ella. Traté de responder pero de nuevo fallé al querer hablar, así que intenté con más fuerza.

—No.

La voz me salió ronca y áspera.

Nada me dolía, solamente me sentía débil.

Volví a mirar el yeso y moví los dedos de mi mano por si acaso.

—Dijeron que ibas a sentirte cansado cuando despertaras —escuché decir a mi madre— y un poco desorientado, que es algo normal por la anestesia.

La palabra anestesia resonó en mí pero tardé en encontrarle significado.

Ella sonreía emocionada y me la quedé mirando, parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que la vi alegrarse.

Alguien entró al cuarto. Una enfermera. Se me acercó y me habló despacio, con lentitud, preguntando si sentía algún tipo de dolor. Mi respuesta fue apenas un susurro pero asintió para hacerme saber que entendió. Controló mi brazo derecho, en el cual descubrí que tenía una aguja intravenosa. La enfermera continuó hablando pero no podía seguirla del todo, solo capté la idea de que tenía un suero, analgésicos y que un médico vendría a revisarme.

Mi mamá habló con ella pero prestar atención me agotaba.

Estaba tan confundido que todo me abrumaba.

Agustina se inclinó sobre mí con una sonrisa tímida. Sus ojos estaban rojos.

—Estoy contenta de verte despierto —dijo en voz baja.

Comprendí que estuve inconsciente y me intrigó saber cuánto tiempo pero la pregunta no llegó a mis labios.

Cuando la enfermera se fue, Aldo entró. No me di cuenta que había salido.

—Tu amigo quiere verte.

Pensé en Valentín y me espantó la idea de que me viera en ese estado, sentí la urgencia de cubrir el yeso e intenté correr el brazo; apenas logré moverlo. Pero quien entró fue Simón.

Tenía mal aspecto. Su rostro estaba pálido y tenía ojeras, parecía que no había dormido. Se quedó inmóvil observándome.

—Él te ayudó.

Mi madre apretó mi mano para darle énfasis a sus palabras. No entendí. De pronto, Simón reaccionó ante esa afirmación.

—No.

Se acercó a mí con apuro. Mi madre se apartó sorprendida y él se puso a mi lado donde ella había estado antes.

—Esto es mi culpa —empezó a decir con angustia—, dejé que te vayas solo. Yo sabía que algo malo iba a pasar, tenía ese presentimiento, pero dejé que te vayas solo. Soy un estúpido, un mal compañero, un pésimo amigo.

Me costaba girar la cabeza para mirarlo y algo en mi visión no estaba bien.

—¿Somos amigos?

En realidad no era eso lo que quería preguntar pero mi mente armó esa frase por falta de lucidez y coherencia. A Simón se le llenaron los ojos con lágrimas de culpa. De golpe, la palabra amigo me recordó algo más importante.

—¿Qué hora es?

Simón no entendió mi pregunta y volví a repetirla. Del otro lado, Aldo respondió: eran las siete de la mañana. Me asusté.

—Quiero un favor —le dije a Simón, él asintió—. Llama a Valentín y dile que estoy bien. —Tomé aire tratando de pensar—. No le digas que estoy lastimado.

—No tengo su número —respondió murmurando.

—Yo lo recuerdo. Debe estar preocupado.

Simón asintió.

—Está bien pero… —miró mi yeso y la cama antes de volver a mi rostro.

—No le digas.

En ese momento, por algún motivo, tenía sentido mentir, aún no dimensionaba el hecho de que estaba en un hospital. En el fondo, creía que era un problema pequeño, que saldría de allí caminando antes del mediodía y podría ir a trabajar por la tarde con toda normalidad.

El médico entró y Simón anotó con prisa el número que le dicté.

***

El médico me revisó casi en silencio pero con una expresión tranquila. La enfermera estaba a su lado sosteniendo una bandeja. Me hizo preguntas, sopesó las respuestas mientras se concentró en mi ojo derecho con una linterna. Entonces me enteré que tenía una venda que me cubría la frente y parte de mi lado izquierdo del rostro, tapando mi ojo. No estaba viendo mal, estaba viendo a medias. También me informó que tenía golpes en el pecho, costillas y rostro, pero mi única fractura era la del brazo. El yeso estaría conmigo un mes y esa información hizo que empezara a darme cuenta que no podría mentirle a Valentín. Él vería el yeso.

Mientras el médico señalaba golpes y heridas, más recuerdos llegaron ligados a ellos. Más claros, más vívidos, más terribles.

—Fue un robo muy feo —comentó con pena.

Para entonces me sentía más despierto y atento, y entendí lo que ocurría, solamente me faltaba saber si lo creían por deducción o alguien había contado una mentira.

No contradije el malentendido, solo bajé la mirada al yeso que no tendría manera de ocultar. Empecé a ponerme ansioso, quería que Simón regresara y me confirmara que pudo comunicarse con Valentín. Él habrá esperado por mí, solo en la calle oscura. Necesitaba saber que regresó a su casa, sano y salvo.



#18832 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 11.11.2024

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