La sombra sobre las flores

Capítulo 57

Mi mamá regresó pero no quería mirarla. Ni a ella ni a nadie.

—El médico —habló tratando de sonar animada— dijo que van a darte el alta mañana por la mañana si te sientes bien. Quieren tenerte un día aquí para observación pero nada más.

Ella y Aldo esperaron una respuesta positiva de mi parte pero no pude acotar nada, seguí concentrándome en el yeso, ignorándolos.

Los que me atacaron tenían razón en una cosa: yo no sabía cuál era mi lugar.

Agustina volvió a entrar a la habitación y detrás de ella apareció Simón. Su presencia fue lo único que arrancó de mí una reacción. Lo miré atento y el resto notó mi urgencia por escucharlo. También voltearon hacia él, ansiosos por descubrir qué cosa podía ser de importancia para mí. Se paró al pie de la cama, incómodo bajo la mirada de todos.

—Ya le avisé.

—¿Él está bien? —pregunté preocupado.

Su cara no me ayudaba a adivinar nada, me observaba arrastrando la culpa que se adjudicaba.

—Está bien.

—¿No le pasó nada? —insistí por si acaso.

Negó con la cabeza.

Me sentí aliviado de que mi imprudencia no lo hubiera alcanzado.

—¿De quién hablan? —quiso saber mi mamá.

Simón la miró y dudó.

—Valentín —dije sin pensarlo.

En realidad, de repente, solo podía pensar en él. Me sentí desesperado por verlo, por tenerlo frente a mí. Él era mi único consuelo. Pero yo, en ese estado, sería un problema para Valentín. Demostraba que no se podía confiar en mí, que mi inutilidad no tenía límites. Yo mismo le crearía un nuevo mal recuerdo con el cual cargar.

—¿Tu novio?

Miré a Agustina sin poder responder. Me sentí insignificante ante el título de "novio".

—No hables de esas cosas —ordenó con rapidez nuestra mamá.

Mi hermana frunció el ceño preparándose para replicar.

—No es hora de discutir —Aldo se apuró en intervenir.

Simón dio un paso atrás ante la nueva situación.

—Tengo que irme… pero voy a volver.

Agachó la cabeza para no cruzar miradas con nadie y se fue.

Su partida repentina dejó la sensación de que había sido asustado por la discusión que estaba por ocurrir.

—¿Cómo se te ocurre decir algo como eso frente a otras personas? —cuestionó mi mamá a Agustina, en voz baja para que no pareciera que hacía un escándalo.

Mi hermana no supo qué responder, me miró preocupada, llevándose las manos a la boca, temiendo haber cometido un error que podía perjudicarme.

—Él sabe —la tranquilicé.

—¡Jero! —fue la voz espantada de mi mamá—. Tienes que terminar con esa locura. Eres un hombre y no puedes… —titubeó buscando la palabra.

—¿Ni siquiera en el hospital puedes dejarlo en paz? —atacó mi hermana.

Eso silenció la habitación. La pregunta era peligrosa para mamá, la exponía. Se sentó en una esquina con expresión dolida, aceptando humillada la llamada de atención de su hija. Nadie quiso volver a hablar después de eso.

Quería irme de allí.

La enfermera regresó después de un rato. Entró alegre, sonriendo, mientras anunciaba que me tomaría la presión. Me ayudó a sentarme en la cama y levantó el respaldo de la misma para dejarme en esa posición. El movimiento me dolió en todo el cuerpo. Me sentí rígido y distintas molestias aparecieron en mi abdomen, cara y espalda.

La enfermera asintió a mi quejido con comprensión.

—No te asustes con el dolor, estás todo golpeado y es normal. Los hematomas también se irán.

—¿Hematomas?

Sin pudor levantó mi bata para mostrarme las marcas.

—Es normal. En la cara también tienes, pero se irán en unos días.

Quedé sorprendido a pesar de la obviedad. Hasta entonces no se me ocurrió que podía tener marcas en la cara.

Me hizo algunas preguntas sobre si sentía mareos o malestar mientras me tomaba la presión y antes de irse me felicitó porque, según ella, estaba en buenas condiciones. Aunque comenzaba a sentir distintos dolores por los golpes; el aturdimiento, el mareo y la debilidad física se habían aplacado, incluso podía mover la cabeza. Tuve la sensación de que si hacía el esfuerzo necesario, podría levantarme y caminar.

Mi mamá observó todo desde el pie de la cama, sin interrumpir ni opinar.

La idea de las marcas en la cara me sumaron más angustias. No podría ocultárselo a Valentín y, de repente, recordé cuando él sufrió un ataque que dejó su cara con marcas que tardaron varios días en desaparecer.

No podría ir a trabajar. Ni con la cara maltratada ni con un yeso.

***

Volvimos al silencio incómodo debido a mi pésimo humor. No quería hablar ni mirarlos. Tampoco quería que ellos me miraran pero no podía decirlo, solo soportarlo. Así estuvimos hasta que un golpe en la puerta interrumpió. Aldo se ocupó de abrir y la cabeza de Simón se asomó con timidez. Estuvo a punto de decir algo pero Valentín lo corrió para quedar en el marco de la entrada. Su mirada, intensa y dura, se posó inmediatamente sobre mí pasando por alto a todos los demás en la habitación. Simón insistió en arrimarse por un costado.

—Lo fui a buscar.

Quise hacerme pequeño y desaparecer. Valentín miró apenas de reojo a mi familia antes de acercarse a mí. Observó cada detalle: la cama, el suero, mi yeso, mi ropa de hospital, mi venda, mis marcas.

Se mantuvo inmutable, serio y controlado, pero solo en el exterior. En sus ojos pude ver dolor.

—Perdón —solté con verdadera culpa.

Tardó un momento en procesar lo que dije, luego tomó aire.

—No pidas perdón —me reprendió—, no hiciste nada malo.

—¿Y tú quién eres? —cuestionó mi madre, alarmada.

Todos tenían los ojos puestos en él y, por primera vez, les puso atención.

—Lo siento, entré sin saludar —habló con cautela, midiendo sus palabras—. Soy amigo de Jero, me llamo Valentín.

Se sorprendieron al oír el nombre. Simón, lo más alejado posible, con sus brazos cruzados, hacía un gesto de desacuerdo, de advertencia.



#4373 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 11.11.2024

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