La sombra sobre las flores

Capítulo 58

Valentín tuvo que marcharse para ir al trabajo y mi madre no volvió a entrar a la habitación. Entendí, por un comentario de Agustina, que se quedó en el pasillo pero no me importó.

Por la tarde, otro médico fue a visitarme. Me quitó la venda para revisar mi ojo y la inquietud que había dejado atrás, regresó. Entre algunas pruebas, constató algo que él parecía sospechar: la luz del sol que entraba con intensidad por la ventana me incomodaba. El médico asintió ante ese hecho.

—Es normal —dijo con calma.

Pero yo me puse nervioso.

—Normal —repetí incrédulo y asustado.

Me sonrió con compasión.

—Vas a acostumbrarte, así somos los humanos, nos acostumbramos. —Apretó ligeramente mi hombro en un gesto amistoso que me condenaba en lugar de reconfortarme—. Ya no necesitas vendas, ni nada que cubra tu ojo.

Seguía viendo sombras y ya no podría escapar de ellas; estarían conmigo en cada momento de mi vida. Que no necesitara vendas era la confirmación de que no había nada más que esperar de mi ojo.

Me dio algunas indicaciones con respecto a las suturas y me informó que tendría que hacerme algunos controles en las próximas semanas. Así que, desde ese momento, mi humor y mis ánimos volvieron a decaer. Agustina y Aldo intentaban hablarme, distraerme, pero yo no respondía. Mi atención estaba en esas sombras que me carcomían por dentro y en el esfuerzo que demandaba evitar llorar en esa habitación en la que nunca quedaba solo.

***

Al día siguiente, a primera hora, me dieron el alta del hospital. Caminé dolorido, con lentitud, enojado y encaprichado en no recibir ayuda. Mi yeso descansaba en una tela azul que colgaba desde mi cuello y mi paso era inseguro. Cerca de las ventanas bajaba la cabeza para reducir esa incomodidad que me generaba el resplandor y repetía "puedo solo" ante cualquier acercamiento hasta que Agustina se cansó de mi actitud.

—No me importa que puedas solo —me retó.

Fue la única persona que dejé que caminara a mi lado, más por culpa que por deseo, pero, al llegar a pasillos más transitados, tomé su brazo.

Mi mamá caminaba más adelante, como apurada, y cada tanto se detenía para esperarnos. No hablaba pero dejaba ver su enojo. Aldo se mantenía detrás mío, atento a cualquier ayuda que pudiera necesitar.

Regresar a casa me dio la ansiada privacidad. Me encerré en mi cuarto y allí me quedé con la luz apagada. Las sombras en mi ojo izquierdo me angustiaban cada vez más. Buscaba en ellas una claridad, un detalle, una mejora, un milagro en un rincón de mi ojo que hubiera pasado inadvertido. La única manera de descansar de esa obsesión era en la oscuridad. Me recosté deseando poder olvidarlo todo pero mi frustración solo podía concentrarse en la emboscada y en sus consecuencias.

Dejé caer lágrimas y lloré en silencio, lleno de enojo e impotencia. Pero llorar era el desahogo que más necesitaba.

Al mediodía Agustina tocó a mi puerta avisándome que el almuerzo estaba listo.

—No tengo hambre.

—¿Te sientes mal?

Suspiré molesto.

—Me siento bien, solamente no tengo hambre.

Hubo un murmullo detrás de la puerta y, por las voces, sospeché que Aldo se ocupaba de convencer a mi hermana para que me dejara en paz.

***

Seguí encerrado a oscuras y por la tarde Agustina volvió a golpear mi puerta.

—Jero.

Pero no quise responder. Ella insistió con los golpes.

—Tu amigo vino a verte, ¿qué le digo?

Eso me levantó de la cama y, a pesar del dolor que sentía al moverme, abrí la puerta con prisa. Agustina me miró con sorpresa. Más atrás estaba Simón.

—No tenías que venir —dije sin poder controlar la decepción en mi voz.

Enseguida mi atención fue hacia las sombras en mi ojo.

Se acercó y mi hermana se apartó para dejarnos solos.

—Quería saber cómo estabas. —Miró hacia mi cuarto—. ¿Dormías? Perdón.

Me volví y fui a sentarme en la cama, giré la cabeza hacia otro lado, molesto, para no mirarlo, aunque en realidad buscaba ocultar el daño en mi rostro. Él se quedó parado en la puerta sin saber qué hacer.

—Me alegra verte andando —murmuró.

Pero yo no quería que nadie me viera. Se me ocurrió, por primera vez, que lo único bueno de mi ojo dañado era que nadie lo notaría. Cuando se me curara la cara, nadie se daría cuenta que tenía algo mal.

—Estoy cansado.

Seguí sin voltear, esperando que se fuera.

—Lo siento, no tuve que haberte dejado solo.

Aguardó mi respuesta. Mi impaciencia se mezclaba con mi angustia y algo dentro de mí comenzó a revolverse.

—Si hay algo que…

—No querías un gay como amigo —corté—, te doy el mismo asco que los que me hicieron esto —acusé con rencor.

—Yo nunca haría lo que hicieron ellos —se apuró en defenderse, luego titubeó y el fervor en su voz disminuyó—. Tampoco es asco… es otra cosa, como una impresión, pero ahora no sé cómo llamarlo. El punto es que nunca quise que te pasara esto.

No me interesaba su excusa.

—Estoy cansado, quiero dormir —insistí para que se fuera.

Tardó en cerrar la puerta y dejarme solo.

Unos minutos después Agustina volvió a llamar a mi puerta.

—¿Quieres comer? ¿O merendar?

—No, gracias. Quiero dormir.

No tenía intención de dormir, solamente quería silencio.

***

Un par de horas después, los golpes en la puerta regresaron.

—Jero —habló mi hermana bajando la voz—, te llaman por teléfono. Valentín.

Salí de mi cuarto y la luz me encandiló después de tanto encierro. Agustina se corrió bajando la cabeza.

Fui hasta el teléfono pero dudé al momento de hablar, primero revisé que nadie estuviera cerca. No sabía donde estaban mi mamá o Aldo.

—Valen —susurré.

—¿Estás bien?

Cerré los ojos para que ninguna sombra me distrajera.

—Sí.

Hizo una pausa.

—No estás bien, pregunté una tontería.



#4373 en Novela romántica

En el texto hay: drama, gay, boyslove

Editado: 11.11.2024

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