Temprano, por la mañana, Agustina golpeó suavemente mi puerta. Había dormido mucho después de mi incómodo paso por el hospital, por lo que el ruido me despertó con facilidad.
—¿Estás despierto?
Ella esperó mi respuesta pero guardé silencio y me quedé inmóvil para evitar hacer algún ruido en el caso que estuviera escuchando con la oreja pegada a la puerta.
No insistió y se marchó.
Después de una hora de estar mirando la nada, tuve que levantarme para usar el baño. Calculé que mi hermana se habría ido a la escuela, ya que su llamado fue a la hora en que tomaba el desayuno antes de salir. Espié por la puerta y me escabullí al no oír movimiento alguno. Me miré al espejo con amargura. Los hematomas se repartían por distintos lugares, mi labio seguía lastimado y mi cuello estaba decorado por una marca roja. Me toqué la cara para evaluar qué tan grave era mi estado pero no dolía como esperé que lo hiciera, aunque sí me sentía rígido. Acaricié mi mentón con desagrado por mi aspecto que, sumado a una leve barba, daba la impresión de una suciedad generalizada. Tenía que bañarme. Luego, inevitablemente, me acerqué al espejo para estudiar mi ojo izquierdo. Algo difícil de hacer con la sombra bloqueando mi visión. Aún así, estuve mucho tiempo insistiendo en encontrar algo.
Antes de volver a mi cuarto, me detuve a escuchar y detectar cualquier signo de vida. La casa estaba en silencio y supuse que mi mamá estaba en la tienda. Confiado, fui a la cocina para beber agua. Miré todo a mi alrededor molesto por la sombra y caminé dando vueltas tratando de entender que tan problemática era. Luego de rozar un par de cosas de mi lado izquierdo, empecé a caminar con lentitud, prestando mayor atención. Después de un rato comencé a pensar que podría acostumbrarme y recordé las palabras del médico. No sentí alivio, solo pena por mí mismo.
Regresé a la cocina para buscar una bolsa de plástico que me ayudara a mantener seco mi yeso mientras me bañaba. Cuando encontré una bolsa lo suficientemente grande, también me encontré con Aldo observándome desde la puerta.
—¿Necesitas ayuda?
Enseguida bajé la cabeza e hice un gesto de negación.
—Estoy bien —murmuré.
Avancé y pasé por su lado sin mirarlo, apurando el paso para volver a mi cuarto, con miedo a llevarme algo por delante en su presencia. Él me siguió y no pude cerrar la puerta para escapar de cualquier conversación.
—¿Estás mejor del dolor?
Tuvo la delicadeza de no entrar y me habló desde el borde de la puerta, donde la luz de la casa terminaba y la oscuridad de mi cuarto comenzaba.
—Estoy bien. —Me quedé a un costado, lejos de su vista, pensando que tenía que sonar más convincente si quería que se fuera—. No me duele casi nada y pude dormir toda la noche.
—Me alegra oír eso. Si algo te duele, me avisas y vamos al hospital.
—Sí.
—¿Desayunaste?
—Sí, recién.
Él no se movió de la puerta, haciendo que la oscuridad y mi lejanía dejaran de verse casuales.
—Jero…
—Estoy bien —solté desesperado por quedar solo.
Aldo suspiró con suavidad.
—Puede que no me creas pero vas a estar bien, todas esas heridas van a sanar y tu ojo —titubeó al mencionarlo— es algo que vas a superar.
Me sentí débil y frágil, la voz de Aldo me afectaba, me arrinconaba, me dolía.
—No lo creo —respondí sin tener control sobre mí mismo.
Mis palabras hicieron que rompiera el límite imaginario de la puerta, se acercó a mí y me abrazó con cuidado, como si hubiera estado esperando que admitiera, de alguna forma, que no me encontraba bien. La última vez que Aldo me había abrazado fue cuando egresé de la primaria, sus demostraciones de afecto siempre fueron tímidas y más reservadas a medida que yo crecía.
—Estás desanimado y es comprensible.
Pero él no comprendía.
—No fue robo —confesé en voz baja, él se apartó un poco, aunque sin soltarme, para mirarme confundido—. No fue un robo. Fue una emboscada, me golpearon por ser gay, por puro odio. Llevaban tiempo esperando la oportunidad.
Aldo demoró un momento en procesar mis palabras, momento en el que creí que me desmoronaría.
—¿Estás seguro? —preguntó asombrado.
Asentí y abrí la boca para decir algo pero ese algo se quedó en mi garganta. Y las palabras que reprimí se convirtieron en lágrimas que humedecieron mis ojos. Me arrepentí de haberlo contado. No hacía falta, no modificaba nada. Solo daba motivos para ser cuestionado, para ser culpado, para ser desechado por inútil. Me quedé paralizado, temiendo y esperando una acusación.
Aldo volvió a abrazarme. Murmuró algo que no llegué a entender y luego habló con más claridad.
—Esto no va a volver a pasar. Algo… algo podemos hacer —sus palabras tanteaban con apuro una solución—. Voy a ir a buscarte cada vez que haga falta, no importa la hora, así no andas solo por la calle. Me llamas y yo voy.
No me había dado cuenta que contenía el aire hasta que empecé a respirar. De a poco mi cuerpo se fue aflojando y apoyé mi cabeza en él.
—¿Llamarte? —pregunté extrañado, lo que planteaba sonaba a algo que se le decía a alguien más joven, como a niños y adolescentes.
—Sí.
El pedido me dejó conmovido y apenado a la vez.
—Creí que ibas a odiarme.
Se apartó dejando sus manos sobre mis hombros.
—Nunca voy a odiarte, ni dejar de quererte.
Asentí un poco abrumado, conteniendo las lágrimas.
Aldo apretó mis hombros antes de soltarlos. Poco acostumbrado a las demostraciones de afecto, propias y ajenas, trató de cambiar el clima que se había creado.
—¿Qué vas a hacer con esa bolsa?
***
Fue complicado bañarme y me tomó más tiempo de lo habitual. También afeitarme fue un proceso extenso a causa de la sombra que me distraía. El resultado final no me dio un mejor aspecto pero me alivió sentirme limpio y me recosté más relajado. Aldo se había quedado sentado en la sala atento por si tenía algún problema o requería ayuda.