El camino fue silencioso. Aldo se veía preocupado e incómodo a la vez. Los tres sentados en su camioneta lucíamos confundidos con la situación. Valentín me miraba de reojo, con la pregunta escrita en su rostro. Aunque mi tío no parecía estar en nuestra contra no quería arriesgarme en hacer algo que lo molestara, por lo que no pude darle una respuesta en voz alta ni tocarlo para tranquilizar su recelo.
Al llegar a su casa, Valentín caminó a mi lado. Serio y decidido. Decidido a enfrentar cualquier calamidad que pudiera desatarse y, al notarlo, me sentí inundado por una fuerza que me había abandonado a causa del ataque. Solo él podía inspirarme de esa forma. Solo él podía iluminar mi camino con su brillo.
La casa solía ser de mis abuelos paternos, mi tío se quedó con ellos y luego quedó solo. Ese lugar siempre me generaba melancolía, casi nada había cambiado en tantos años, las habitaciones seguían intactas a como las recordaba de niño. Los colores opacos, los muebles de los años setenta, los adornos antiguos que no combinaban, las fotos granuladas, todo existía sin que el tiempo los afectara. El cuarto de mi padre se mantenía con algunas de sus cosas, como si él, que se marchó de esa casa con veintitrés años, fuera a regresar para pasar las vacaciones. De chico observaba desde su puerta con curiosidad, intentando adivinar qué clase de persona era, qué podíamos llegar a tener en común. Siempre me iba sin una respuesta.
Una vez escuché decir a Aldo, con pena, que no sabía qué hacer con la casa. Solo cuando crecí comencé a entender esa tristeza, cuando me percaté que no se animaba a tocar ningún objeto que allí se resguardaba.
—Al final no comiste el sándwich —recordó mi tío.
Volteó a verme pero sus ojos no pudieron evitar a Valentín. Lo observó con sorpresa, como si no supiera que estaba con nosotros.
—Hola —estiró su mano, algo inseguro, para saludarlo.
Valentín la tomó y respondió con cuidado.
—Hola.
De nuevo la preocupación estaba en el rostro de Aldo que asintió para dar por concluido el pobre saludo. Yo sospechaba que en realidad esa preocupación era una incertidumbre provocada por las formas no convencionales de Valentín.
A mí me miró con culpa.
—Voy a preparar algo para comer.
Culpa por no poder entender del todo.
***
Quedamos solos y le hice un gesto a Valentín para que me siguiera a la sala.
—Tu mamá se molestó, ¿verdad? —habló en voz baja.
Podía responder a eso pero, por algún motivo, no quería. No quería que la existencia de mi mamá y lo que ella representaba se hiciera presente. Tan solo pensar en ella parecía ensuciar mi encuentro con Valentín.
—Todo está bien —mentí.
Él vio la mentira pero la dejó pasar, prefirió acercarse a mí para tomar suavemente mi rostro con sus manos. Me observó con detenimiento, estudiando cada centímetro de mi piel, evaluando cada marca que yo había olvidado que cargaba. Su expresión era seria.
—¿Te duele el rostro?
—Muy poco —susurré aguantándome la vergüenza.
Bajó la mirada.
—¿Y tu brazo? ¿Duele?
Me esforcé para no soltar la disculpa que me ahogaba.
—No.
Volvió a concentrarse en mi rostro. Hizo ademán de querer acariciar mi ceja izquierda pero retiró sus dedos ante la duda de que el contacto doliera. Frunció el ceño pensativo, luego tomó aire con fuerza y lo retuvo un momento con angustiosa duda.
—¿Y tu ojo?
Él sabía de mi ojo.
Mi única esperanza se cayó al piso y se rompió en pedazos. De los golpes y la fractura me recuperaría pero mi ojo izquierdo quedaría dañado de por vida, para testificar a cada momento mi inutilidad. Mis labios se separaron para decir algo pero nada salió de mi boca. Aparté la mirada sin saber qué hacer, decepcionado porque mi plan de ocultar las consecuencias sobre mi ojo no podría ser llevado a cabo. Valentín apoyó su frente sobre la mía. No me sentí mejor con su muestra de afecto.
—Voy a matarlos yo mismo —murmuró.
—¿Qué? —reaccioné alarmado—. No hagas nada tonto. No es necesario.
Volvió a tomar mi rostro, suspirando mientras lo hacía.
—No voy a hacer nada tonto. Solamente estoy enojado —dijo con más tristeza que enojo.
Un deseo lastimero por consolación hizo que le sostuviera la mirada y aceptara sus caricias. Sus ojos estaban llenos de un cariño que no merecía.
—Estuve pensando —habló con suavidad— en cosas cursis para decirte.
Esas solas palabras me conmovieron. A pesar de la torpeza que el yeso provocaba en mis movimientos, lo abracé antes de que siguiera hablando. Sus brazos me rodearon con cuidado.
—Extrañaba abrazarte —continuo a mi oído—. Pienso en ti día y noche. En tu voz, en tu sonrisa, en tu ternura… en lo feliz que me hace haberte conocido. Antes creía que nadie podría quererme como tú lo haces…
—Es imposible no quererte —interrumpí con un leve temblor en la voz—, eres perfecto.
—Yo pienso que tú eres perfecto.
No pude reprimir un movimiento con la cabeza para negar esa idea.
—Sé lo que sientes —agregó en voz baja.
Me abandoné a su abrazo, cerrando los ojos para que las sombras y el mundo desaparecieran. Su respiración y su calor era todo lo que necesitaba sentir y percibir. Él era la única realidad que deseaba.
Después de un rato abrí los ojos y vi a Aldo parado más atrás, en la entrada de la sala. Con cierta impresión que intentaba contener. Me aparté de Valentín sin decir palabra y él percibió el motivo de mi reacción. Volteó y al ver a mi tío se alejó un paso más de mí.
—Hice café —anunció bajo nuestras miradas— y unos sándwiches con carne que quedó de la cena.
Los tres nos sentamos en la mesa con la sensación de que algo debía decirse pero ninguno sabía qué. Después de un trago de café y un bocado de sándwich, empecé a sentirme mejor de un malestar que no me percataba que sufría y suspiré reconfortado.
—Me alegra verte comer —dijo Aldo también aliviado.