Por tercera vez estudié mi ojo izquierdo en el espejo, con apuro porque no podía seguir encerrado en el baño sin llamar la atención. De repente tuve la necesidad de confirmar que mi ojo lucía normal a pesar de no funcionar bien. Sobre las marcas que aún quedaban en mi rostro no podía hacer nada, tampoco sobre la herida que no sanaba del todo sobre mi ceja izquierda.
Resignado, tomé aire antes de abandonar el espejo.
En el salón, la madre de Valentín se encontraba abrazando a su hijo, quien no tenía muchos deseos de ser abrazado. Llegó en respuesta al llamado, acompañada por su otro hijo.
Al salir del baño y acercarme, soltó a Valentín para observarme. Automáticamente bajé la cabeza para disimular las marcas.
—Tenía ganas de conocerte —dijo emocionada.
Cortó la brecha entre nosotros y me sostuvo poniendo sus manos en mis brazos. Levanté la mirada algo sorprendido.
Detrás de ella, su hijo menor aprovechaba la distracción para hablar con Valentín por medio de murmullos.
—Yo también.
Aunque era verdad, en ese momento mi respuesta sonó forzada e incómoda. Me hubiera gustado conocerla con un mejor aspecto, más presentable, sin marcas ni un yeso.
—Hiciste bien en obligarlo a llamarme —habló en voz baja, inclinándose hacia mí, para que solo yo pudiera escucharla—. Mi hijo es muy inteligente, menos cuando se enoja y se pone terco. —Me dedicó una sonrisa llena de cariño—. Me alegra que tenga a su lado alguien que lo hace entrar en razón.
Le devolví la sonrisa con cierta timidez y por un momento pude olvidarme de mi cara. A Valentín no le agradaría esa afirmación, así que decidí mantenerla en secreto para mí. Me daba alivio y satisfacción haber hecho algo que la contentaba. Quería caerle bien.
—Jerónimo, ¿verdad?
—Sí.
—Soy Patricia.
Parecía jovial, encantadora y, por sobre todo, amable. No entendía por qué Valentín rehuía tanto de ella. Además lo aceptaba y me aceptaba como parte de la vida de su hijo. Casi parecía irreal.
—Valentín me habló mucho de ti cuando nos reunimos —confesó con complicidad, volviendo a bajar la voz, con la clara intención de hacerme saber que las cosas que dijo fueron buenas.
Ella volteó hacia atrás sin darme tiempo a preguntar qué le había contado.
—Felipe —llamó dirigiéndose al menor de sus hijos—, ven a presentarte.
Obedeció de mala gana. Tendría trece o catorce años y guardaba un gran parecido con Valentín. Su mirada dura y su expresión de molestia eran idénticas. Su cabello era más largo del uso normal para su edad, le tapaba las orejas y la nuca, y su ropa, holgada, era completamente negra. Había visto chicos con ese estilo visitando el videoclub, algunos clientes, a escondidas, los miraban con desaprobación. En mi caso, con temor. Me daban la sensación de que odiaban todo y a todos.
—Él es Felipe, mi otro bebé.
Al escucharla, hizo un gesto de desagrado y rechazo, igual a los que Valentín solía hacer.
—Hola, soy Jerónimo —saludé nervioso.
Estiré mi mano y Felipe la observó con recelo antes de tomarla sin fuerza ni ánimo. Mis nervios aumentaron, no sabía si él estaba al tanto de mi relación con su hermano pero imaginé que me aborrecía. Casi no cruzó miradas conmigo y, sin decir nada, se escabulló para volver con su hermano. Se sentó junto a Valentín y de nuevo comenzaron las murmuraciones.
—Está en una edad complicada —explicó su mamá disculpándose—, se hace el malo pero es bueno.
A pesar del parecido, Felipe contrastaba con su hermano con gesticulaciones más masculinas y ásperas. Patricia se paró junto a mí y también los contempló.
—Hace mucho tiempo que no se veían. Valentín es orgulloso y no va a nuestra casa. —Giré para observarla—. Pero es mi culpa, no la suya.
Recordé la historia de los golpes en la escuela.
Podría ser que ella fuera de esas madres que son buenas pero no actúan ni interfieren ante la maldad. Mi ilusión se apagó un poco.
Valentín volteó hacia nosotros, serio, intuyendo que hablaban de él. Su madre me dio una leve palmadita en el hombro antes de alejarse para agradecerle a Aldo su compañía.
***
Los hermanos siguieron en su mundo de murmullos un largo rato. Luego Felipe guardó completo silencio y su madre aprovechó para ocuparse de la conversación. Me alegró saber que planeaban quedarse hasta el entierro, a Valentín lo distraía y calmaba tener a su familia cerca.
Por la noche, casi a las once, otra persona apareció.
Simón entró con el uniforme de Blockbuster aún puesto y, bajo las miradas confusas de todos, se paró frente a Valentín. Allí titubeó algo nervioso.
—Lo lamento mucho.
Valentín se quedó sentado en su lugar, sin intenciones de levantarse o responder, con una expresión de espanto. Simón se percató pero intentó actuar como si no lo hiciera. En voz baja saludó al resto de los presentes antes de volver a hablar.
—Walter me contó. En realidad yo le pregunté, él se enojó y, como insistí, me contó.
Mientras decía esto, Patricia se acercó.
—¿Es tu amigo?
—Somos compañeros de trabajo —aclaró Simón ante la mirada amenazadora que recibía.
—Gracias por venir.
Pero Valentín no estaba de acuerdo con el agradecimiento de su madre. Simón, apenado e incómodo, escapó de la situación posando su mirada en mí. Sin esperar ninguna invitación, se sentó a mi lado.
—¿Cómo está tu brazo?
—Se está curando.
—Tu cara se ve mejor.
Asentí. A un costado, Valentín observaba y escuchaba con atención. La presencia de Simón no le gustaba.
—Fui a tu casa, para verte, pero… no estabas —enfatizó la última palabra a modo de señal.
Su cara lo decía, le dijeron que no vivía allí o algo parecido. Suspiré, no quería explicarle nada.
—Todo está bien —dije bajando la voz para desechar el tema.
—Si necesitas algo…
—De verdad, estoy bien.
La culpa lo invadió.