El día no parecía apropiado para un entierro. El sol brillaba creando un clima agradable, la brisa movía las hojas de los árboles y los pájaros cantaban llenos de vida. Desde el amanecer, ante la inminente partida al cementerio, Valentín se mantuvo cabizbajo y ausente. Todo el enojo, el dolor y resentimiento regresaron a él para no dejarlo en paz. La distracción de su familia dejó de surtir efecto.
Su madre lo acompañó durante el entierro, tomándolo del brazo, sin soltarlo en ningún momento. A veces le susurraba cosas a las que él solo asentía sin cambiar la expresión. Y, cuando todo terminó, fue ella quien lo obligó a apartarse de la tumba para irnos.
***
En la puerta del cementerio nos separamos. Patricia me abrazó con fuerza para hablar a mi oído.
—No lo dejes solo.
Percibí preocupación en su pedido. Ella conocía a Valentín mucho más que yo y sentí que el mensaje decía que estaba más dolido de lo que era capaz de admitir.
O también adivinaba lo que su hijo diría.
—Me voy a mi casa —anunció Valentín luego de que su mamá y hermano se marcharan.
Aldo y yo lo miramos sorprendidos pero a él no le importó.
—Quiero dormir —explicó pobremente.
—Te acompaño —ofrecí de inmediato.
Frunció el ceño. Estuvo a punto de protestar pero Aldo habló antes que él.
—Yo los llevo.
No tuvo más opción que asentir a la fuerza, acorralado por la oferta.
***
Cuando se recostó mirando hacia la pared supe que lo mejor era guardar silencio. Observé su espalda sin poder imaginar qué cosas podrían estar pasando por su cabeza. El entierro también me dejó afectado, una sensación de injusticia me invadió mientras miraba a Valentín contener todas sus emociones. Pero esa misma sensación aumentó mi determinación de darle una vida en la que pudiera ser feliz. Una vida que compensara todas las tristezas y decepciones que le tocó atravesar.
Volteé hacia la ventana y me dejé deslizar hasta el piso con mi espalda apoyada en la cama. Me puse a pensar en ese objetivo, con las sombras sobre mi ojo izquierdo molestándome. La carrera de profesor que había abandonado no tenía ningún sentido para mí. No servía para eso. Pero Aldo me inspiró para no sentirme mal por mi propio carácter suave. No le gustaban los conflictos y me vi reflejado un poco en él. Y él tenía la mayor de mis estimas.
Me concentré en mis posibilidades.
Tenía facilidad con los números y me pareció que lo mejor era aprovecharlo. Pensé en distintos trabajos. El más oportuno parecía ser contador. Podía hacer distintas cosas con eso, tendría un trabajo tranquilo de escritorio y mi vida personal no sería relevante. Eso último era lo más importante. Como cuando creí que podría ser profesor de matemáticas, me seguía consolando la idea de que los números no eran subjetivos y las explicaciones sobre los mismos no se basaban en interpretaciones, no creaban discusiones, ni había posturas que defender. Por eso siempre fue mi materia favorita.
En cuanto me quitaran el yeso me pondría en campaña para averiguar todo lo que necesitaba sobre esa carrera.
También buscaría un trabajo nuevo. Aunque a Valentín no le gustara la idea, quería hacer todo lo posible para que él no tuviera que preocuparse por un trabajo. De esa manera podría descansar, reponerse de toda la tristeza y, si insistía en trabajar, buscar un empleo con calma, sin sentir presión alguna, con la libertad de poder renunciar si algo no le gustaba.
Y avanzaría con la propuesta de las clases de manejo.
Si algo me dejó en claro el funeral, fue que el tiempo corría. Confiarse y esperar podía ser un error.
Sentí un movimiento detrás de mí. Al girar observé con atención y me dio la sensación de que Valentín dormía. Me levanté con cuidado para sentarme en el borde de la cama y mirarlo. Dormía con las manos apretadas contra su pecho a causa de un mal sueño. Me recosté a su lado aún planeando el futuro. No dejaría nada al azar.
***
Me desperté y no vi a Valentín junto a mí pero al levantar la cabeza lo encontré sentado en la cama contra la pared, sujetando sus rodillas y escondiendo en ellas su rostro. Lloraba.
Con dificultad a causa de mi yeso, me puse a su lado. Acaricié su cabeza y lo llamé en voz baja para remarcar mi presencia.
—Valen.
Seguí acariciándolo.
—Es mi culpa —susurró entre lágrimas.
Esa frase no era buena y sentí una presión en el pecho anticipando su significado.
—¿De qué hablas?
—Tendría que haberme quedado en el hospital —respondió con voz entrecortada.
—No es tu culpa. —Su cuerpo temblaba—. No estaba bien de salud. No es tu culpa.
Levantó la cabeza. Las lágrimas caían sin control y se pasó una mano por la cara.
—Se dejó morir por mi culpa. Porque soy un mal hijo.
—No pienses eso —rogué.
—Me tuve que haber esforzado más, así no hubiera odiado tenerme como hijo.
—Valen… no creo que él te odiara.
El llanto aumentó, también el temblor. Con mi yeso solo podía darle medio abrazo. Tomé aire para aflojar el nudo que se formaba en mi garganta.
—No eres mal hijo. Cuidaste de él aunque no se portaba bien contigo.
Me faltaba información y muchos detalles sobre su relación pero no temí improvisar para consolarlo. Incluso si era verdad que lo odiaba, no dejaría que se sintiera mal consigo mismo.
—Nadie de su familia lo quería pero tú estuviste todos estos años a su lado. Estoy seguro que él se daba cuenta de eso.
—No lo quise lo suficiente, hasta le deseé la muerte.
Besé su cabeza deseando poder borrar esas ideas de su mente.
—Estabas agotado cuando dijiste eso —me apuré en justificarlo—. Todos decimos cosas feas cuando estamos cansados o enojados.
Hizo un gesto de negación mientras se volvía a pasar la mano por la cara. Miré alrededor y me alejé un momento para tomar una toalla que estaba en el respaldo de la silla.