Cinco años habían pasado desde la muerte de Julian, y los niños ya iban a la escuela secundaria. Carla, de 12 años, había crecido en una joven inteligente y con una personalidad fuerte. Javier, de 10, era más reservado, pero con una mente aguda para las matemáticas. Tomas, de 13, había seguido con su empeño: era el mejor estudiante de su clase, y sus maestros hablaban de él como de alguien con un futuro brillante.
Maria, ahora de 34 años, se veía más vieja que su edad. Los años de trabajo, de vender sangre y de preocuparse por sus hijos le habían dejado marcas en el rostro: arrugas alrededor de los ojos, cabellos con hebras grises y una mirada cansada pero decidida. Las tierras que quedaban eran tan solo un tercio de lo que eran antes, y la casa estaba en peores condiciones: las paredes tenían agujeros, el techo goteaba cuando llovía y el piso estaba desgastado hasta los huesos.
—Mamá, necesito dinero para los libros de la universidad —dijo Carla una tarde, mientras ayudaba a Maria a preparar la cena. —Los maestros dicen que si quiero estudiar derecho, necesito empezar a leer ahora.
Maria se detuvo, miró a su hija y sintió un nudo en la garganta. El dinero que tenía era justo para comprar comida y pagar el agua. No le quedaba nada para libros, mucho menos para la universidad.
—Ya lo sé, mi amor —respondió, con voz temblorosa. —Yo buscaré la manera.
Esa noche, Maria no durmió. Pensó en todas las formas que tenía de conseguir dinero: vender más sangre, vender lo poco que quedaba de las tierras, vender la casa. Sabía que vender la casa sería el último recurso, pero también sabía que sus hijos necesitaban estudiar para tener un futuro mejor.
Al día siguiente, se levantó temprano y fue a la ciudad. Llegó al centro de salud y vendió su sangre por sexta vez ese año, a pesar de que la recepcionista le advirtió que estaba poniendo su salud en peligro.
—Señora, usted no debe volver en menos de dos meses —dijo la recepcionista, con preocupación. —Su cuerpo necesita tiempo para recuperarse.
Maria asintió, pero no le hizo caso. El dinero que recibió le alcanzó para comprar los libros de Carla y algo de comida. Pero sabía que no era suficiente. Javier también necesitaba libros para sus clases de matemáticas, y Tomas necesitaba materiales para su proyecto de ciencias.
Una semana después, Maria decidió vender otra parte de las tierras. Fue a la ciudad y habló con un comprador que le ofreció un precio justo. El dinero le alcanzó para comprar los libros de Javier y los materiales de Tomas, y le quedó algo para reparar el techo de la casa.
Pero la alegría fue corta. Un mes después, Carla volvió a pedir dinero, esta vez para pagar la matrícula de un curso preparatorio para la universidad. Maria se sentó en el porche y lloró. No tenía más tierras que vender, y no podía vender su sangre de nuevo tan pronto.
—Mamá, no llores —dijo Tomas, acercándose a ella. —Yo ayudaré. Voy a buscar trabajo en la ciudad.
Maria se levantó y lo abrazó. —No, mi amor. Tu trabajo es estudiar. Yo me encargo de lo demás.
Pero Tomas no le hizo caso. Al día siguiente, se fue a la ciudad y encontró trabajo en una tienda de abarrotes, trabajando dos horas al día después de la escuela. El dinero que ganaba le ayudaba a la familia, pero también le quitaba tiempo para estudiar.
—Tomi, debes dejar el trabajo —dijo Maria una noche, mientras comían. —Tu educación es más importante.
—No, mamá —respondió Tomas, con firmeza. —Quiero ayudar. Quiero que usted no tenga que trabajar tanto.
Maria se emocionó y le dio un abrazo. Sabía que su hijo adoptivo era un ángel enviado por el cielo, un regalo que Julian le había dado antes de morir.
Los meses pasaron y la situación económica no mejoró. Maria seguía vendiendo su sangre cada vez que podía, a pesar de que se sentía más débil cada vez. A veces, se desmayaba en el suelo de la cocina, y los niños tenían que llevarla a la cama y cuidarla.
—Mamá, usted necesita ir al médico —dijo Carla, con preocupación. —Usted no se siente bien.
Maria sonrió con esfuerzo. —No, mi amor. Solo estoy cansada. Ahora, vete a estudiar.
Pero en el fondo, sabía que su salud estaba empeorando. Tenía dolores en el estómago, le costaba respirar y se sentía mareada todo el tiempo. Pero no podía ir al médico: no tenía dinero para pagar la consulta.
Un día, Tomas llegó a casa con una noticia emocionante.
—Mamá, mamá! —gritó, con los ojos brillantes. —He ganado una beca para estudiar en el extranjero! En España!
Maria se levantó y lo abrazó con fuerza. —Eso es maravilloso, mi amor! Estoy muy orgullosa de ti!
Los niños empezaron a celebrar, riendo y abrazando a Tomas. Pero Maria, en el fondo, sintió una punzada de tristeza. Sabía que su hijo adoptivo se iría, y que ella se quedaría sola con Carla y Javier. Pero también sabía que era la oportunidad de su vida, y que no podía detenerlo.
—Cuándo te vas? —preguntó, con voz temblorosa.
—En dos meses —respondió Tomas. —Tengo que preparar las maletas y hacer los trámites.
Maria asintió. —Yo te ayudaré en lo que pueda.
Durante los siguientes dos meses, Maria trabajó más que nunca. Vendió su sangre dos veces en un mes, a pesar de las advertencias de la recepcionista, y vendió la última parte de las tierras. El dinero le alcanzó para comprar las maletas de Tomas y pagar los trámites para el viaje.
El día de la partida llegó demasiado rápido. Maria, Carla y Javier acompañaron a Tomas al aeropuerto. Cuando era hora de despedirse, Tomas se abrazó a Maria y le dijo al oído:
—Mamá, te prometo que volveré. Y cuando vuelva, te haré feliz. Te daré todo lo que te mereces.
Maria se emocionó y le dio un abrazo fuerte. —Yo sé que lo harás, mi amor. Cuídate mucho.
Tomas se despidió de Carla y Javier, luego subió al avión. Maria se quedó de pie en el aeropuerto, mirando hasta que el avión desapareció en el cielo. Luego, se volvió y caminó hacia la salida, con Carla y Javier a su lado.
—Mamá, te extrañaré a Tomi —dijo Carla, con lágrimas en los ojos.
—Yo también —respondió Maria, acariciando su pelo. —Pero él volverá. Lo sé.
Los años pasaron y los niños continuaron con sus estudios. Carla se inscribió en la universidad para estudiar derecho, y Javier se inscribió para estudiar ingeniería. Maria vendió la casa para pagar sus matrículas y sus gastos de vida, y se mudó a un pequeño apartamento en el centro de Lima. El lugar era pequeño y oscuro, pero le alcanzaba para vivir sola.
Aun así, seguía vendiendo su sangre. Cada mes, iba al centro de salud y dejaba una parte de sí misma para asegurar que sus hijos tuvieran comida, libros y transporte para la universidad. Los dolores en el estómago se habían vuelto más fuertes, y a veces tenía que apoyarse en las paredes para caminar, pero nunca se lo dijo a Carla ni a Javier. Sabía que ellos estaban ocupados con sus estudios y sus vidas, y no quería distraerlos.
Un día, Carla llegó a casa con un hombre alto y guapo, de traje caro y reloj de marca.
—Mamá, te presento a Rodrigo —dijo, con una sonrisa orgullosa. —Es el hijo del presidente de una empresa de construcción. Estamos saliendo hace tres meses.
Maria saludó a Rodrigo con educación, pero notó la mirada de desprecio que le lanzó cuando vio el pequeño apartamento.
—Mucho gusto, señora —dijo Rodrigo, con voz fría. —Espero que Carla no tenga que vivir en un lugar como este por mucho tiempo.
Maria se sintió herida, pero sonrió y asintió. —Claro que no. Mi hija es muy inteligente. Tendrá un futuro maravilloso.
Poco después, Javier también llegó a casa con una mujer bonita y elegante, con ropa de diseñador y joyas caras.
—Mamá, te presento a Sofia —dijo. —Es la hija de un banquero. Estamos comprometidos.
Maria saludó a Sofia, que la miró con la misma indiferencia que Rodrigo. Los dos hablaban de viajes, fiestas y compras, y Maria se sentó en un rincón, escuchándolos sin decir nada. Sabía que no tenía nada que aportar a esa conversación, que su vida de sacrificio no era nada comparada con el lujo que ellos conocían.
Los meses pasaron y Carla y Javier empezaron a visitarla menos seguido. Cuando venían, siempre estaban con sus parejas, y hablaban de sus planes para el futuro: casarse en un hotel de lujo, comprar una casa grande en el distrito más caro de Lima, viajar por el mundo. Maria les sonreía y les deseaba suerte, pero en el fondo, se sentía más sola que nunca.
Un día, recibió una llamada de Carla.
—Mamá, Rodrigo y yo nos casamos la próxima semana —dijo. —Pero la boda será en un hotel privado, y solo invitaremos a familiares cercanos y amigos importantes.
Maria sintió un nudo en la garganta. —Ah, está bien. ¿Cuándo será?
—El sábado que viene —respondió Carla. —Pero mamá... no te puedo invitar. Rodrigo dice que su familia no conocería a nadie de tu lado, y quieren que la boda sea muy exclusiva.
Maria se quedó en silencio por un momento. Luego, con voz temblorosa, dijo: —Está bien, mi amor. Yo te deseo toda la felicidad del mundo.
Colgó la llamada y se desplomó en la silla. Lloró durante horas, pensando en todo lo que había sacrificado por sus hijos, en todas las veces que había vendido su sangre y sus tierras para que ellos tuvieran una vida mejor. Y ahora, cuando estaban a punto de empezar su propia vida, no le querían ni en su boda.
Esa noche, se sintió peor que nunca. Los dolores en el estómago eran insoportables, y le costaba respirar. Decidió ir al médico al día siguiente, aunque no tuviera dinero para pagar la consulta. Sabía que no podía seguir así, que su cuerpo ya no aguantaba más.
Al día siguiente, llegó al hospital y se sentó en la sala de espera. Cuando le tocó el turno, entró a la consulta y se sentó frente a un médico de cabello gris y mirada compasiva.
—Señora, ¿cuál es el problema? —preguntó el médico.
Maria le contó sobre los dolores en el estómago, la fatiga y las mareos. El médico le hizo algunos exámenes y luego se sentó frente a ella, con una expresión seria.
—Señora —dijo, con voz baja. —Tiene cáncer al hígado. Y está en etapa avanzada.
Maria se quedó inmóvil. No podía creerlo. Todo el sacrificio, todo el dolor, y ahora esto.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó, con voz apenas audible.
—Necesitamos empezar el tratamiento de inmediato —respondió el médico. —Pero es caro. Muy caro.
Maria asintió. Sabía que no podía pagar el tratamiento. No tenía dinero, no tenía casa, no tenía nada más que vender. Solo tenía sus hijos, que no la querían.
—Gracias, doctor —dijo, levantándose. —Yo pensaré en lo que hacer.
Salió del hospital y caminó por las calles de Lima, con lágrimas en los ojos. El sol estaba caliente, pero ella se sentía fría. Pensó en Tomas, en su promesa de volver. ¿Cuándo vendría? ¿Le alcanzaría el tiempo para verlo una vez más?
Llegó a su apartamento y se sentó en la cama. Cerró los ojos y pensó en Julian, en los días felices que habían pasado juntos. Deseó estar con él, deseo no sentir más dolor. Pero también deseaba pasar sus últimos meses con sus hijos, deseo que ellos la reconocieran como su madre, que le dieran un poco de amor antes de que se fuera.
Decidió buscarles. Decidió ir a la boda de Carla, aunque no le hubieran invitado. Decidió hacer todo lo posible para que sus hijos supieran lo mucho que los amaba, lo mucho que había sacrificado por ellos. Porque el amor de una madre no tiene precio, y no se rinde nunca. Ni siquiera en la oscuridad de la muerte.
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Editado: 11.12.2025