La Sonrisa De SofÍa

UN SUSPIRO DE GENTILEZA

Lo único que esperaba era que los lentes de sol cubrieran por completo mi rostro y que nadie se diera cuenta de las profundas marcas que tenía. Mamá y yo salimos del apartamento, mi semblante estaba más caído de lo habitual, la única persona que yo pensaba que me iba a apoyar en esta situación tan desfavorecedora, me dio la espalda y estaba a favor de la reprimenda que Manuel me dio.

Mamá me habló, continuando con sus consejos que parecían más una retahíla interminable, yo hice un gran esfuerzo para que no saliera ni una sola lagrima de mis ojos. En cuanto salimos del edificio, nos dirigimos a la avenida más cercana a esperar que pasara un taxi. La espera fue tortuosa, simplemente rogué al cielo que un taxista tuviera piedad y se detuviera para llevársela lejos de mí, no pude soportar ni un segundo más en su compañía.

Mi mamá estuvo acompañándome casi toda la tarde, fue una experiencia molesta. La mayor parte del tiempo estuvo recriminándome por mis acciones, y aconsejándome según ella, como era el comportamiento que debía asumir una esposa ejemplar. Empezó a oscurecer, la gente del exterior me miró con algo de extrañeza, eran alrededor de las 5.30 de la tarde y yo estaba usando unos enormes lentes de sol, para muchos fue evidente que yo ocultaba algo.

 Por fin pasó un taxi que se dignó a llevar a mi mamá hasta la casa. Abrí la puerta para que ella se subiera y se marchara lo antes posible.

―Cualquier cosa me llamas ―dijo mamá―, sabes que cuentas conmigo.

Estoy segura que se trataba de una broma, quizá era bastante cínica o simplemente jamás se dio cuenta de mis necesidades.

―Gracias por venir ―le respondí afanada para que se marchara y me dejara sola de una vez por todas―, me encantó tenerte en casa ―le dije con gran falsedad.

Al cerrar la puerta, el señor del taxi arrancó, la vi alejarse de mí, estuve moviendo la mano despidiéndome de mamá, hasta que las distancia entre las dos era tanta que ya no pude verla. Se hizo más oscuro, la noche anunció llegada de Manuel, solo faltaban unas cuantas horas para que volviera.

Empecé a caminar entre las calles, no tuve ánimo de regresar al apartamento de inmediato. Respiré esperanzada en que la situación cambiara, al darme cuenta que esa realidad jamás sería tangible, un pensamiento cruzó por mi mente, era más un deseo: “corre y nunca más regreses”. ¿Era en serio que estaba considerando esa opción? Me sentí tan angustiada al pensar que tendría que regresar al apartamento y enfrentarme a Manuel una vez más. Era difícil perdonarlo e incluso llegué a odiarlo, por un breve instante, por lo que me hizo.

Mientras deambulaba por las calles me topé con una tienda la cual llamó bastante mi atención. A través de la ventana pude ver que al fondo de la tienda, había unos caballetes, de inmediato me imaginé al frente de uno de ellos, sosteniendo unos pinceles y haciendo miles de trazos para dar vida a mis creaciones. Fue tanta la atracción que me aventuré a entrar a la tienda de arte. Quedé fascinada al mirar los lienzos que allí vendían, los oleos y diferentes pinceles, cada uno de ellos con un ancho y una forma diferente.

 Me acerqué a un estante, allí tenían un paquete de 12 oleos, el que más llamó mi atención fue el amarillo cadmio. Desde niña soñé con hacer un cuadro con ese color, utilizándolo como la base de aquella composición en el que reflejaría mi esperanza y pasión por ver un mundo lleno de ilusión, capaz de hacerme sonreír, que transmitiera una sensación tan fuerte que todo aquel que lo viera, llenara su vida de felicidad.

―Ese color siempre me recuerda a los programas de Bob Ross ―escuché la voz de un hombre detrás de mí. Su voz era profunda, masculina, aun así, era amable y tranquila.

La verdad no estaba segura si se dirigía a mí, así que decidí volver la mirada. Efectivamente, un hombre joven me miraba con una leve sonrisa en el rostro.

―Creo que le debo mi inspiración a ese señor ―continuó aquel joven de barba―. Debo aceptar que no soy tan bueno haciendo paisajes. Lo que más me encantaba de sus programas era la versatilidad con la que pintaba, hacía parecer que todo era sencillo y me di cuenta que lo era. ¿Sabes que era lo que más me gustaba de él?, que era evidente que disfrutaba el proceso de cada una de sus pinturas.

¿Quién era ese hombre que me estaba hablando?, me pregunté en silencio.

―¿De qué hablas? ―inquirí un poco extrañada.

―De Bob Ross ―me respondió como si fuese obvio.

―No sé quién es ―le aclaré.

―Nunca te viste los programas de él, lo daban en la tarde, era un señor blanco de afro y barba ―aquel joven me miraba esperando de mí una respuesta afirmativa.

―Lo siento, pero no ―le contesté con una sonrisa. Me parecía curiosa la forma en la que me abordó y como se dirigía a mí con tanta naturalidad y frescura.

―El señor que recogía ardillas y decía felices trazos ―dijo una vez más, esperanzado en que yo supiera de quien se trataba.

―No ―le contesté confundida.

―No sabes de lo que te perdiste. El programa de ese señor era súper conocido hace algunos años ―afirmó―. Otra de las cosas que siempre me gustó de sus programas, era la manera como él se expresaba al pintar, siempre utilizaba palabras muy positivas. Montañas bonitas, arbolitos felices. Lo sé, un poco cursi, pero siento que en realidad ese es el propósito de pintar, encontrar esa sensibilidad en el mundo.




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