Una copa de vino
Al entrar a casa, pasó de largo por la puerta del salón, donde sus padres estaban viendo la televisión.
—Cielo, ¿qué tal tu primer día? —preguntaron casi al unísono.
Dudó unos instantes sobre qué responder.
—Bastante bien —quiso sonar convincente, pero sabía que sus palabras decían una cosa y su cara otra.
No esperó para escucharles decir nada más. Por un lado, quería explicarles el lugar terrible que era ese instituto y lo completamente clasistas que eran allí. Por otro, no quería preocuparles. Bastante tenían en la cabeza con uno de ellos en el paro y las deudas. Aunque había entrado gracias a la beca, se esforzaron muchos años atrás por reunir el dinero de la matrícula. Renunciaron a muchas cosas. Por fortuna, no tuvieron que gastarlo y ahora podían hacerlo servir de colchón provisional. Si tan solo les hubiera dicho desde un inicio que no quería ir allí.
Subió las escaleras corriendo y cerró la habitación de un portazo. Dejó caer todo su peso en la cama y de su boca escapó un suspiro de cansancio. Estaba asustada. No supo cuánto tiempo pasó, permaneció con la vista en el techo, pero la mirada perdida. Tampoco quería hacer nada. Sabía que su pesadilla aún no había comenzado.
El sonido de la puerta la devolvió a la realidad: a la normalidad de su habitación. Alguien al otro lado volvió a insistir y ella de nuevo no respondió. Era como si sus cuerdas vocales estuvieran resentidas y no tuvieran ganas de emitir la más mínima vibración.
A los pocos segundos, su hermano entró sin aguardar su permiso.
—Benjamin...
—Mamá quería que te dijera que la cena ya está.
—No tengo hambre —gruñó cambiando de posición en la cama.
—Pen, ¿ha pasado algo? —quiso saber mientras se sentaba en un lado de la cama.
Ella pestañeó varias veces, no estaba segura de contárselo tampoco a él. Finalmente, se irguió hasta estar a su altura.
—Que no quiero ir a ese estúpido instituto —dijo con rabia.
Él acarició su cabeza como si de un perrito se tratara.
—Venga, anímate. Papá y mamá están orgullosos de ti. Lo sabes, ¿no? —alentó con una sonrisa.
Spencer descansó su cabeza en el hombro de su hermano. Siempre había sido más maduro para la edad que tenía, por eso cuando a la joven le decían que las chicas maduraban antes que los chicos, le entraba la risa.
—Lo sé. Creí que no sería tan terrible, pero al parecer será peor de lo que imaginaba. Ojalá me pareciese a ti, Ben.
Benjamin era dos años menor que ella. Tenía el pelo castaño y los ojos color chocolate. Su cara ovalada era completamente simétrica, dejando entrever unos rasgos muy sutiles. Spencer siempre ha sentido que para ser hermanos eran muy diferentes, aunque en realidad se parecían muchísimo.
—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó algo conmovido.
Antes de responder, agarró la almohada y se abrazó a ella.
—Porque eres un espabilado —afirmó, sacándole una carcajada—. Y eres extrovertido, alegre, simpático, divertido... Extrañamente guapo —pronunció las últimas palabras con retintín—. No te cuesta decir lo que piensas.
Volvió a reír, y en sus facciones se denotaba el cariño fraternal que tenía hacía su hermana mayor.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con mi hermana?
Ella le dio un suave golpe en el brazo.
—Encima que estoy siendo agradable —se quejó en broma.
—Qué tontería.
—¿Por qué?
—Porque yo siempre he querido ser como tú. Piénsalo, tú eres la hermana inteligente. Puedes recordar cosas con facilidad y mantener la frialdad en los momentos de tensión —Spencer se contuvo para no reír al escuchar aquello último, no es que hubiera mantenido muy bien la mente fría en su primer día de clase, mucho menos con aquel pelirrojo.
—¿Eso crees?
—Claro —parecía ofendido de que le volviera a cuestionar—. Y te diré una cosa más, déjate de complejos tontos. Eres tan guapa como cualquiera.
Hizo una mueca de confusión. No estaba segura de si el último halago le había quedado a su hermano como quería.
—Me sorprende que tengas este don de la palabra con quince años y que aun digas que no eres inteligente.
Él alzó el dedo índice.
—Yo no he dicho que no lo sea, te he colocado por encima de mí en ese aspecto, no te lo tengas tan creído —se puso en pie y dio una palmada—. Y ahora vamos a cenar. Me muero de hambre.
La cena transcurrió tranquilamente. Sus padres estaban más callados de lo normal, mientras que los hermanos se lanzaban miradas cómplices. Tras varios minutos de silencio incómodo, su padre decidió preguntar:
—¿Has hecho amigos, Penny?
Ese tono tan acaramelado que empleaban siempre sus padres le ponía algo frenética. Sin hablar de que odiaba que le llamaran Penny.
—Bueno... He conocido a una chica bastante simpática —respondió escasa de ánimos al recordar su nuevo instituto—. Se llama Dalia Megure y está en mi clase.
—¡Ves que bien! —exclamó su madre con una sonrisa que a Spencer se le antojó de plástico—. Seguro que mañana harás el doble de amistades.
La chica rio sarcásticamente.
—No creo. Parece que por ser becada no les caigo muy bien —declaró sin haber pensado lo suficiente sus palabras.
Barbara borró la sonrisa del rostro al instante para transformarla en puro espanto, Benjamin dirigió su mirada hacia otro lado para que no vieran cómo le daba la risa aquella tensa situación, Richard carraspeó con la intención de decir algo, pero Spencer no estaba de humor para soportar los ridículos comentarios optimistas de sus padres.
—Pero sí, seguro que mañana hago más amigos —dejó los cubiertos en el plato—. Ya estoy llena —sentenció mientras se ponía en pie y recogía su plato—. Me voy a dormir, estoy cansada —cuando puso su camino en dirección a la cocina para depositar su vajilla, recordó—: ¡Ah! Se me olvidaba, los precios en el comedor son desorbitados, así que tendré que llevarme la comida de casa.