El cerdito valiente
Pasó toda la tarde del viernes sentado en el sillón carmesí del salón, observando absorto la billetera de Spencer, la cual abría y cerraba robóticamente de un movimiento de muñeca. Podría haberse dedicado a aquella hipnótica acción en sus pertenencias, pero teniendo en cuenta que jamás había nadie en aquella casa, daba igual. Su hermana estudiaba fuera del país, en Francia, y su padre tampoco se encontraba nunca en Inglaterra por negocios; se dedicaba a viajar con mucha frecuencia a Estados Unidos u otras potencias económicas, no en vano aquel apellido era dueño de un poderoso imperio. La única que estaba en casa era su madre, pero tampoco se dejaba ver más allá del ala este, donde sí que iba a visitarla.
Por aquellas razones, Bruce sabía que podía encontrar intimidad en prácticamente cualquier rincón de aquella mansión y a cualquier hora.
Cuanto más observaba el objeto de la chica, más seguro estaba de haber cometido un error, pero no quería reconocerlo. Ni mucho menos. Él siempre había llevado la razón en todo y siempre se había salido con la suya, por lo que era normal pensar que nuevamente estaba en lo correcto. No obstante, no podía evitar sentirse mal por lo sucedido. Estaba empezando a barajar la posibilidad de que, por una vez en su vida, se había equivocado y había obrado mal –o peor que en otras situaciones−. Cuanto más cerca estaba de asumir la realidad, más grandes eran sus muros. Jamás admitiría su culpa. ¿Equivocarse él? Absurdo.
Pronto se percató de un detalle que había pasado por alto: la documentación de Turpin se hallaba en el interior del objeto junto a la cartilla de estudiante de Richroses. Ambas posesiones eran importantes por motivos obvios.
Todos los datos del poseedor se encontraban allí: dirección, número de teléfono, información de los progenitores, etc. Un instrumento que podía resultar peligroso si caía en manos de una mente retorcida. Justo como la suya.
Por fortuna, no le apetecía hacer nada malo con ella.
*
El sonido de la alarma le despertó la mañana del domingo. Los rayos del sol se filtraban entre las cortinas de la habitación de Spencer, chocándose contra sus paredes lilas. Todos sus muebles eran blancos; la estantería, su mesita de noche, el escritorio, etcétera. Se removió en la cama mientras bufaba y trató de apagar el despertador movida por el sueño, cuyo resultado fue la caída de este al suelo.
Spencer pasó todo el fin de semana en casa. No tenía ganas de hacer nada después de lo sucedido el último día de clase. Toda forma de descargar su furia por lo sucedido fue escribirlo en su diario, su abrigo para la frustración. Durante las cenas o comidas que compartía con su familia, se podía masticar la tensión. Aunque no había dicho ni una palabra de lo sucedido, el aura que desprendía acompañada de su expresión taciturna demostraba que no estaba en sus mejores momentos. Benjamin trataba torpemente de relajar el ambiente hablando de sus relaciones en el equipo de baloncesto y con su entrenador, de las canastas que metió en el último partido o contra quien jugaría el próximo. La castaña sabía perfectamente que tanto interés por hablar era únicamente un intento para liberar tensión, lo cual agradeció a pesar de que no funcionó como hubiera querido. Al menos escuchar a su hermano la distraía.
Tenía la sensación de que aquel día seguiría el mismo camino de apatía por la vida. Carecía de ánimos para levantarse de la cama y cada vez que pensaba en que le tocaba regresar a clase al día siguiente ardía en deseos de ahogarse con la almohada. Cuando se encontrara por los pasillos a aquel indeseable cabeza zanahoria, ¿qué haría? No quería demostrar el miedo que le sentía, aunque por fortuna aquella sensación iba de la mano con el odio. Spencer nunca creyó que pudiera odiar a alguien, pero aquel detestable lo había logrado.
Podía escuchar como los pájaros piaban desde el árbol que daba a su ventana. Su casa constaba de dos pisos y un diminuto patio. En la planta baja se encontraban la cocina, el salón, el comedor y un baño tan pequeño que sólo contaba con un retrete y un lavabo. Spencer odiaba hacer sus necesidades allí, porque sentía como sus rodillas estaban a punto de rozar la puerta cada vez que se sentaba. En la superior, donde se encontraba ella, estaban las habitaciones de cada uno de ellos, también un aseo, el cual solo usaban Spencer y Benjamin porque sus padres contaban con uno conectado a su habitación.
Lo cierto era que, para ser de dos pisos, era bastante pequeña. Todas las estancias no eran de un gran tamaño. No obstante, no se podía quejar. Había gente que vivía mucho peor que ella. Se podían dar con un canto en los dientes de vivir en una casa así y con la hipoteca liquidada. Aquella era la herencia de sus abuelos, que murieron años atrás.
Hacía rato que Ben se había ido a jugar al baloncesto con sus amigos y que su madre daba berridos a la tele mientras veía su programa de decoración de interiores favorito. Su padre estaría leyendo el periódico en el sillón del salón, con las piernas en alto, como si fuera un fósil allí sentado.
Decidió, al menos, escapar de las garras de la comodidad de aquel colchón. Se desperezó sentada en la cama y salió de ella, dando un puntapié al apoyar el pie en el suelo al reloj de mesita que había tirado, enviándolo así a unos metros de distancia.
“Tan ágil y cuidadosa como siempre, Pen”. Se dijo para sus adentros.
Se acercó hasta el objeto para dejarlo en su sitio, el cual había ido a parar al borde de la silla de su escritorio. Al agarrarlo y alzarse, observó en el respaldo del mueble una toalla de baño arrugada, cuyo extremo tenía bordado con hilo dorado las iniciales B.R.
Como si aquella mierda de toalla hubiera evitado que llegara a su casa empapada, con el uniforme para lavar y un aspecto deplorable. Le costó abrir silenciosamente la puerta de casa y entrar sin que su madre se percatara de su llegada con el fin de evitar que la viera así. Para los charcos que dejó en el suelo tuvo que inventarse una burda mentira, tan ridícula, que dudaba de que la hubiera creído.