Caos. A eso se reducía todo. Se trataba de un golpe devastador de mala suerte. Aquello no podía ser real, debía ser una broma de mal gusto. Si lo pensaba, lo más lógico era creer que todos los astros se habían alineado y puesto en su contra.
Y sin duda aquello sería lo más lógico y razonable porque, estaba claro, que la realidad no lo era.
Había pasado una hora desde que descubrió que, lo que en teoría iba a ser un día divertido en el parque de atracciones, resultaba que era una encerrona con la persona que más quebraderos de cabeza le causaba. Y no sólo por eso, sino que, en su totalidad y conjunto, se trataba de un encuentro variopinto y surrealista.
¿Qué hacían ellos en aquella situación? Eso solo lo hacían los grupos de amigos, y era más que obvio que ellos no eran amigos, simplemente una vaga excusa sin sentido para pasar el día más incómodo de su vida.
Bruce parecía un niño, un niño enfurruñado por no lograr sus caprichos. Un crío envidioso por haber tenido que prestar su juguete a algún amigo. Y Spencer era su favorito. Llevaba toda la mañana soltando gruñidos cada vez que ella tenía algún tipo de roce con Thomas, y éste disfrutaba con cada una de las caras de molestia que ponía, pues era como un libro abierto.
El tiempo continuaba pasando y Dalia, por su parte, permanecía en silencio observando el panorama y a Spencer le quedaba poco para perder la paciencia. Habían montado en las tazas giratorias, en la montaña rusa y en la caída de 54 metros. También habían comido en un restaurante temático donde los empleados iban vestidos como en el Antiguo Egipto.
Hubo un momento en el que la rubia se detuvo en seco para mirar la atracción que se suponía que era una casa del terror.
—¿Entramos? —preguntó mirando aquella enorme casa cuyo tejado era de un color verde pegajoso, como el del monstruo que acompañaba a Los Cazafantasmas o Flubber.
—¿Te gustan este tipo de atracciones? —Quiso saber Spencer, mirándola con curiosidad. En lo que respectaba a ella, siempre le causaron bastante impresión.
—Sí —asintió acercándose al puesto de compra de billetes.
La mujer que estaba tras la ventanilla les advirtió que la casa era un laberinto y podían perder mucho tiempo dentro, y que lo aconsejable era entrar por parejas para mantener la calma.
—De acuerdo —habló Thomas—. Entremos por parejas.
Extendió su mano en dirección a Spencer para poder agarrarla de la propia, acto que no llegó a realizar puesto que Bruce fue más rápido, sujetándola del brazo y trayéndola para sí.
—Spencer vendrá conmigo —declaró sin soltarla. A la joven se le antojó que parecía un animal marcando su territorio, aunque a la par su pecho latió de la emoción.
Miró a sus amigos pidiendo auxilio, pero en la imagen de ellos se leía cierto conformismo.
—Está bien —dijo Parker—. ¿Entráis primero?
Spencer abrió la boca para protestar, no quería pasar tiempo a solas con Rimes y menos en un lugar que ya daba miedo de por sí o le daría un paro cardíaco. Aquel tipo de atracciones siempre habían conseguido ponerle nerviosa, asustarla, y estaba segura de que no se trataba de una excepción.
Bruce se adelantó a las palabras de ella.
—Claro —afirmó y, aun sosteniéndola, entraron.
El ambiente en el interior de la casa era completamente siniestro. El decorado imitaba a madera gastada, alguna hasta daba impresión de estar podrida, y tenía cierto negror que daba mayor claustrofobia. Había apenas luz y la única provenía de candelabros situados en las paredes. Una pequeña neblina terminaba de decorar aquel lugar, levitando alrededor de ellos mientras un olor a incienso se filtraba en sus narices.
Spencer se puso nerviosa desde el primer momento que puso un pie dentro de la atracción, que poco le gustaban aquellos lugares. Era más miedosa de lo que le gustaba reconocer. Bruce se percató de los nervios de la muchacha y sonrió con malicia de oreja a oreja.
—¿Estás asustada? —cuestionó con curiosidad, en un susurro, acercándose a su oreja mientras andaban.
—Un poco —confesó ella, pues era inútil mentir. Se podía leer en su frente la palabra «terror».
—Creía que la gente de los suburbios estabais curtidos en acero —comentó desinteresadamente.
—De verdad, creo que deberías ganar un premio por tu estupidez. Cada día logra sorprenderme.
Conforme más avanzaban, más espesa era la niebla y menor iluminación por las velas había, sumiéndose cada vez más en una penumbra. Una luz roja se discernía en el fondo del pasillo y cada vez había más sonidos tétricos, acompañados de una melodía que comenzó de un modo suave, casi imperceptible, y que poco a poco se hacía notar más y más.
La joven agarró el brazo de su acompañante, asustada. Bruce dibujó en su rostro una mueca de superioridad ante la situación y se permitió el lujo de soltar algún comentario.
—¿Estás tanteando el terreno para volver a robarme un beso?
—¿Qué? —farfulló ella boquiabierta.
—Ya me has oído.
—Lo que tú digas. —Estaba decidida a no entrar en el juego de una discusión absurda y sin sentido, en la que estaba claro que Rimes acabaría por hacerle salir de sus cabales—. Pero bueno, después de robarte aquel beso estamos en paz.
El chico no esperaba aquella respuesta y se sintió molesto al no encontrar ninguna réplica. En un acto completamente inmaduro, ladeó el brazo con brusquedad para que ella se soltara.
—Aparta —espetó con desprecio.
Aquel tono de voz fue un ataque efectivo, pues le dolió a la joven.
Maldito estúpido inestable. Maldito egoísta. Maldito niño mimado.
Maldita locura la suya por haberse enamorado de él.
De repente, una mano fría y huesuda se apoyó en el hombro de la chica, mientras una voz de ultratumba murmuró cerca de su oreja palabras indescifrables. Ella comenzó a gritar histérica y, en un impulso de salir de allí, echó a correr dejando a Bruce atrás. No supo cuánto tiempo estuvo corriendo, atravesando puertas sin parar ni un segundo, escuchando sonidos, viendo supuestos fantasmas, estando total y completamente aterrada.