Ser un secreto
No podía dejar de dar vueltas en su cama, tapada con el edredón hasta el cuello y pensando que todo se trataba de un sueño. No era la primera vez que se besaban y estaba segura de que tampoco sería la última, aunque tampoco podía mantener aquella confianza tratándose de él.
Aquel roce no fue como el de las ocasiones anteriores: era un beso mucho más prolongado y pasional. El primero fue algo efímero, posesivo y controlador. El segundo, dado por ella, fue demasiado tímido como para poder definirlo como algo especial. Pero no era solo el tacto de sus labios jugando entre ellos lo que hacía que se estremeciera cada vez que pensaba en ello; era la actitud de aquel chico lo que dictaminaba si aquello acabaría cayendo en el olvido. Si en algún momento, finalmente, aquellas muestras de deseo no eran más que gestos vacíos.
Por aquella razón, cuando sus pies tuvieron que atravesar el umbral de la entrada de Richroses, sintió como un pequeño terremoto se producía bajo ella y que, de un momento a otro, su corazón escaparía de un impulso. Creía que no había nada peor que sentir algo por una persona y desconocer los sentimientos de ésta.
No había nada peor que querer y sentirte diminuta.
Llegó más pronto de lo usual, lo suficiente como para que no hubiera casi nadie por el instituto. Apenas había dormido la noche anterior entre palpitaciones y nervios, que rozaban la taquicardia y una buena visita al psicólogo. Trató de pensar en el tiempo que había pasado desde que entró al centro por primera vez, las cosas que había vivido y sobretodo cómo habían cambiado sus sentimientos de un modo tan radical. ¿Cómo había pasado del odio al afecto?
Al entrar al aula, apreció una larga melena rubia levitando en el aire que se filtraba desde la ventana. Unos cabellos platino de aspecto muy suave, ligados a un diminuto cuerpo pálido y delicado. Dalia había madrugado también aquella mañana y portaba entre sus manos una pequeña maceta con unas margaritas blancas.
—Buenos días —dijo sonriente una vez que vio a Spencer—. Has llegado muy pronto.
—Tú también —respondió dejando su cartera sobre su pupitre, el cual lucía menos insultos garabateados de lo usual. Apreció los mofletes rosados de su amiga y nuevamente pensó lo adorable y tierna que se veía siempre.
—Yo siempre vengo temprano —informó sentándose sobre la mesa del maestro y mirando al marco de la ventana, donde había dejado las flores—. Me gusta —volvió a mirar a Spencer—. Bueno, cuéntame. ¿Qué pasó en la noria? —preguntó con una mirada cargada de curiosidad. La joven se ruborizó al escuchar aquella cuestión. Se acarició la punta de su melena de un modo nervioso. Dalia rio suavemente—. Tranquila, me lo puedo imaginar.
Spencer levantó la vista.
—Hubo bastante acercamiento y… —A su memoria acudió aquella forma de decirle que la odiaba—. Dijo unas cosas bastante intensitas.
Ambas dejaron que la risa fluyera.
—Aún me cuesta creer que Bruce Rimes se haya encaprichado de alguien que sale de sus estándares, ya me entiendes.
La castaña creyó que, definitivamente, aquel término era el que mejor cuadraba con la situación.
—Te vi bastante bien con Parker —apuntó mirando de reojo.
La rubia asintió con la cabeza.
—A pesar de todo, es una persona agradable. Se preocupa por mí más de lo que debería y me hace reír. —Su tono de voz era cálido y sus ojos color miel le brillaban al pensar en él.
Fue en aquel momento en el que Spencer observaba a su amiga hablar del moreno, que apreció como a pesar de mantener una relación con su profesor –de la cual aún lo ignoraba casi todo−, sentía algo por Parker.
Solo que no se daba cuenta.
Cuando sonó la sirena del recreo y tuvo que salir a los interminables pasillos de aquella institución, su pulso comenzó a acelerarse al pensar que, de un momento a otro, tendría que encontrarse con Bruce. No sabía qué pasaría, ni cómo reaccionaría –ni ella ni él−. Se trataba de una incógnita que pronto se resolvería.
Dalia, que era mucho más espabilada de lo que pudiera aparentar, se mantuvo cerca de ella en todo momento. No fue necesario que Spencer le contara acerca de sus dudas, pues ella parecía haber deducido lo que ocurría, como si le hubiera leído la mente.
Cuando divisó unos cabellos rojizos avanzando hacia la ubicación de ambas, sus músculos se tornaron rígidos y sus latieron cesaron por unos segundos. Estaba tan inquieta que ignoraba cómo reaccionar.
Bruce se aproximaba por aquel pasadizo con aquellos andares elegantes que lo caracterizaban y cuando estuvo a la altura de ella, pasó de largo sin siquiera dirigirle la palabra. Aunque Spencer apreció cómo su boca delineó media sonrisa cómplice.
*
—Hola, Bruce —saludó Emma Miller, sentándose a su lado en la cafetería.
Cuando la vio, el pelirrojo pareció molestarse ante su presencia.
—¿Qué haces?
Ella dibujó una sonrisa torcida.
—Hacía tiempo que no escuchaba tu seca voz —comentó mirándose las uñas.
Él puso los ojos en blanco.
—Tiempo, divino tesoro.
—¿Estás enfadado por aquella foto? —A Emma Miller no pudo darle más igual que se difundiera aquella imagen en la que parecía que se estaba besando con la becada.
No estaba enfadado o, más bien, ya no lo estaba. No obstante, que se lo recordaran tampoco era algo de su agrado.
—Me da completamente igual.
Para su desgracia, lo conocía más de lo que quisiera admitir, por lo que, al escuchar esa respuesta, enarcó las cejas y amplió su pérfida sonrisa.
—Entonces, ¿no quieres saber si la besé?
Bruce sintió como por sus venas comenzaba a fluir un río de lava.
—No. —Su negación fue tan directa y cortante que delató cuánto le importaba aquello.