La sonrisa del Diablo

Capítulo 16: Derribar las paredes

 

Derribar las paredes

 

El tintineo de los cascabeles se oía por todo el pasillo cada vez que la bolsa de tela de la Sra. Turpin era movida. Un programa de radio sonaba, hablando de la decoración que se estaba llevando a cabo tanto en Oxford Street como en Carnaby Street, dos de las calles más concurridas y comerciales de la ciudad. Un hermoso árbol navideño se encontraba en el salón, con su color verde imponente alegrando la visión de todo aquel que entrara a la estancia. Spencer bajó las escaleras de su casa con el pelo enmarañado y el pijama puesto, frotándose el ojo derecho con el nudillo mientras dejaba escapar varios bostezos.

Miró a su madre que estaba rebuscando entre los objetos de decoración y vio a su hermanoa su lado, eligiendo la bola perfecta para la rama correspondiente.

—¿Ya estáis decorando el árbol? —preguntó rascándose la nuca, mientras entraba a la cocina a servirse un vaso de leche con un poco de café.

—¡Claro que sí! Sólo quedan dos semanas para Navidad —respondió su madre alzando la voz para que la escuchara desde la otra sala—. Es el domingo perfecto para ello.

Tanto Barbara como Benjamin eran unos fanáticos de aquellas fechas, las disfrutaban como dos niños que aun creían en Santa Claus. Compraban polvorones, turrones y bombones; decoraban el árbol, colocaban el belén español que les regaló una amiga y cantaban villancicos, a la par que veían absolutamente todas las películas que emitían durante el tiempo que duraban las fiestas. A Spencer, como digno miembro de la familia que era, también le chiflaba aquellos días, aunque trataba de contener sus ganas creyendo que así parecería más madura.

—Bueno —miró el pequeño ciervo de algodón que tenía su hermano en la mano mientras se sentaba en el sofá—, Ben. Pon eso más arriba, quedará mejor.

—¿No tienes ganas? Tu cumpleaños es en enero también —dijo su madre concentrada en sus abalorios—. ¿Este año nos traerás un novio por fin a casa?

Spencer sintió como una enorme piedra de cincuenta toneladas caía sobre su cabeza al escuchar aquella cuestión y estuvo a nada de atragantarse con su desayuno.

—Mamá, no digas tonterías. —Fue todo cuanto dijo mientras rodaba los ojos.

Había pasado semana y media desde la última vez que se vio a escondidas con el pelirrojo. Fue el mismo día en el que le dijo que le importaba En su interior saltó de alegría cuando escuchó aquellas palabras salir de su boca, las cuales se le antojaron que eran algo dulces. No obstante, luchó contra la tentación; su conciencia gritó basta y, zafándose del cálido agarre del chico, salió de allí sin decir nada.

Llevaban desde entonces sin dirigirse la palabra, evitándose por la escuela. En ocasiones, se arrepentía de haber terminado con aquellos encuentros, pues sentía una necesidad imperiosa de que los labios del chico rozaran los suyos de la misma forma que lo habían estado haciendo. A veces, cuando lo veía por Richroses, se quedaba embobada admirando su figura, su cabello cobrizo, su porte elegante... Y entonces reaccionaba y se preguntaba, ¿sentirá él los mismos impulsos que ella?

Si estaba segura de algo era de que no necesitaba a alguien que le dijera que era importante, sino a alguien que le demostrara que lo era. Que le haga sentir especial. Que le haga ver que la valora.

 

 

*

Había vuelto a ganar al billar. El equipo que formaban Thomas y él no tenía rival. Siempre se llevaban la victoria. Disfrutaba coronándose como ganador, algo que no le venía bien a su enorme ego.

Se encontraban en un local privado frecuentado por ellos. Disponían de una sala exclusivamente para sus personas y decidían a quien dejaban entrar; ya fueran ligues, rivales para el billar o las cartas o cualquier persona que se les antojara.

—Hey, Bruce —llamó el moreno guardando su cartera en el bolsillo trasero de sus vaqueros—. Yo me voy ya.

—¿Qué? ¿Ya?

—Sí, tío. Llevas desde hace más de una semana queriendo salir todos los días, ¿se puede saber qué te pasa? —respondió Thomas hastiado—. Sabes que no me va el rollo de salir tanto como a ti y estás cubriendo mi cupo de un año en siete días.

El pelirrojo gruñó con su ceño fruncido, mirando el Gin-Tonic que tenía frente a él, mientras repiqueteaba con la punta de su zapato en el suelo. Acto seguido, se levantó de la silla en la que estaba bebiéndose su copa, agarró su chaqueta de Armani y se la colgó del hombro.

—Mañana hay clase —puntualizó harto de la actitud que tenía su primo aquella semana

Se había metido en cinco peleas en aquel período de tiempo. Había partido la boca a todo aquel que se atreviera a dirigirle la palabra de un modo casual. No le importaba si era uno o veinte, él se sentía que podía con todos. Hacía tiempo que no estaba tan furioso, que no era tan agresivo. Aunque para ser exactos, no lo era desde que conoció a Spencer.

Y allí estaba otra vez volviendo a dejar salir al demonio que tenía en su interior. Y Thomas se negaba a ser él, de nuevo, el que tuviera que calmar sus ataques de ira.

Cuando llegó a su casa, cerró la puerta de su habitación de un portazo y sintió ganas de propinarle una sonora patada a su escritorio, pero se contuvo. En su lugar, se sentó sobre su cama y apoyó los codos sobre sus rodillas, colocando su barbilla encima del dorso de sus manos.

No sabía qué hacer. Estaba harto de ver a Spencer por los pasillos. Estaba harto de verla sonreír con Dalia o con Thomas y que aquello no fuera con él. No lo podía soportar más. ¿Por qué era él el que se preocupaba en buscarla con la mirada?

Debería ser ella la que besara el suelo por donde pasara. Debería ser ella la que suspirara de emoción al verlo caminar. Debería ser ella la que fuera detrás, otra vez. Él no le iba a dirigir la palabra en público. ¡Qué vergüenza! Hablarle a alguien de baja alcurnia. Jamás había ido tras una mujer y mucho menos lo iba a hacer por aquella muerta de hambre.




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